Por Marta Vega
Palpita bajo mis pies la virginidad de la arena.
Siento la tibieza del sol que modela contornos,
pinta de dorado reposeras y sombrillas,
deja limaduras de oro sobre los médanos
y exigua sombra entre los tamariscos.
El mar avasallante aplaude contra las piedras,
se hunde en canales ignorados y desgarra la orilla.
A veces envía sus aguas en silencio
como ofrenda por tantos pescadores
que hamaca en sus entrañas.
Mi pecho se pierde en los recuerdos:
pescadores que recogían redes a caballo,
primeros habitantes forjando este paraíso,
mitos, leyendas, anécdotas,
veraneantes asombrados al descubrir este balneario
de amplias playas, cielos puros, naturaleza virgen.
Ellos dejan sus huellas eternas y Claromecó las atesora.
El mar salpica y coloca granos de sal
bajo la lengua del viento,
ese viento que se une con el sol y la arena
para anudar a la gente con el pueblo.
El cielo se va destiñendo, da lugar al atardecer,
oscurece los senderos del Vivero,
opaca el trino de los pájaros, el zumbido de insectos,
el desfile de hormigas laboriosas.
Se desdibujan los eucaliptos y los pinos.
Con tenaz vigilia un Faro imponente
señala a los navegantes senderos de espuma.
La luna llena, perla descomunal,
guarda emociones en el silencio cósmico.
Eternidad lunar que cobija el sueño de sus habitantes.