Por Raquel Poblet
¿Cómo iría sola? Ese barrio estaba muy alejado y fuera de la capital. Si le vieran el coche sospecharían y le harían todo tipo de pedidos. Plata para los remedios del corazón del marido. O, viste, para el vestido de quince de alguna hija, aunque faltaran cuatro años, pero igual. ¿Qué más le pedirían? Para arreglar el techo de la cocina. O para los útiles del colegio, (para esto no podría negarse). Siempre piden. Los que están un poquito mejor, no tanto. Esos te preguntan por algún contacto o se te acercan, se te pegan. Una vez, fue a ver a su prima Clarisa que vive en Chacharita. La llevó Ignacio en el Mercedes. ¿Qué hizo la muy rápida ni bien los vio? Se metió adentro del auto, así, toda escotada como estaba, a sonreírle y a besarlo. Sí, fue exactamente así. Clarisa estaba en la puerta de la casa, una casona antigua reciclada como tantas, y, desde la puerta, así, sin saludarla primero a ella, a su prima hermana que ya había salido del coche, dio unos pasos rápidos, y se metió como una loba adentro del mercho a besar a su marido. Así es la gente aspiracional. Mejor que no vean lo que tenés.
Bueno, volvamos a lo que ahora nos concierne. Pilar es una amiga mía muy miedosa. Tenía que visitar a Ester, a doña Ester, quien con todo su cariño y su expertice le había dado los mejores cuidados a su abuela Gloria. Hacía cuatro años que no la visitaba y por fin se había decidido. Pero iría en tren, como una proletaria más. ¿Qué había de malo? ¿Por qué no sería capaz ella, que más de una vez había limpiado toda la cocina y todo el baño con sus propias manos? Ella, que cuando iba al colegio se tomaba el tren a Moreno a la quinta de una amiga, gente muy sencilla pero muy divertida. Iba hasta la estación Once, compraba el ticket y esperaba el andén que le tocaba. Y todo lo hacía sola, sin preguntar a los guardas. Se bajaba en La Reja. Su amiga y los padres la esperaban en la estación, claro, para que no tuviera que subirse a esos colectivos de tres cifras. Eso hubiera sido demasiado.
Doña Ester vivía en el sur, en Claypole exactamente. Con un taxi llegaría a Constitución, luego con el tren hasta el barrio en cuestión. Largo viaje, pero había tiempo porque era sábado. Ya tenía preparado el ramo de flores grande. Rosas de todos los colores, pero demasiado expuestas. ¿Se le arruinarían en el vagón todo lleno de gente transpirada? Ah, no, cierto que los fines de semana está más vacío. Bueno. El tren más vacío también podría ser más peligroso. Y bajarse en una estación rara, desolada, sin padres que la vinieran a buscar. Y con algunos regalos en la mochila, una remera para la nena y un par de medias blancas para el nietito más chico, cosas que no pesan, que se necesitan y que se pueden disimular. ¿Y cómo encontraría la remisería desde el andén? Preguntando. ¿A quién? ¿Tendría que cruzar unas vías, seguramente llenas de pastizal? O quizá, peor, recorrer alguna de esas calles sin vereda completa, con yuyo que se entremezcla con la calzada, y, peor, con perros que te ladran detrás de alambrados descocidos. Podrían traspasarlos y morderla. ¿Y si llamaba a doña Ester para pedirle por algún vecino que la pasara a buscar? No. Pilar tenía que ser valiente y atravesar sola esas calles salvajes. Y lo haría.
Jamás se expondría a que algún pibe chorro la atacase. En esos lugares podrían aparecer dos motos, acorralarla, quitarle la mochila con los regalos, arrancarle las flores y pisotearlas delante de ella mientras otro la pateaba en los riñones, o peor, en la cabeza, insultándola hasta dejarla grogui y robarle todo, el celular, el dinero, los cosméticos, las fotos de la abuela para mostrar, las llaves de su casa, los documentos, las tarjetas, su agenda y los pañuelitos.
Tuvo una idea. Recordó un teléfono trucho que una vez Ignacio le trajera de Tailandia. Era grande, de marca conocida. Igna lo compró por cien dólares en uno de esos mercados sofocantes de Bangkok, y cuando lo quisieron conectar no andaba. No prendía para nada.
-¿Lo tiramos?-dijo él.
– No. Mejor lo guardo. Nos puede servir.
– No. Mejor lo guardo. Nos puede servir.
Y, sí. Ahora sería el momento. Fue hasta el cajón donde lo había guardado. Lo sacó. Se puso los guantes de goma porque la operación podía ser peligrosa. Por suerte, el aparato venía con una funda transparente de plástico bastante hermética y con cierre. Fue hasta la alacena alta. Sacó el tarro de veneno para roedores. Untó el teléfono. Abrió la tapa de la batería y untó eso también. Era un polvillo un poco húmedo y sin olor. Metió el celular envenenado adentro de la funda de plástico. La cerró. Con asco tiró los guantes en la bolsa de la basura y la llevó al cuartito del incinerador. Puso otra. Inmediatamente imaginó la posible situación. Vería las motos acercarse y ella, sin resistencia, ofrecería el celu en su funda. Les diría: “está adentro”. Y uno de ellos, el más forajido, lo agarraría, lo abriría, vería la maravilla de aparato importado, un modelísimo, de alta gama, ultra moderno, más grande que los comunes, muy plateado. Al muy bruto se le caería la baba, se lo llevaría a la boca. Ella le diría al grupo: “Váyanse. Que nadie los vea. Es muy caro. Busquen un cargador.”
Y se irían triunfales en las motos.
Pero tuvo otra ocurrencia más, por si surgiera alguna complicación. La abuela Gloria le había legado una pistola de mujer, una Magnum 3.7, preciosa, más livianita, con un mango rosa perlado. Estaba guardada en un cajón oculto del placard del dormitorio y envuelta en un pañuelo de cuello de seda blanco finísimo, con toda la fragancia de la piel de su abuela. También, en ese placard, había un impermeable de esos antiguos con bolsillos grandes. En el bolsillo derecho iría la Magnum; en uno interno, el celular de uso; en la mochila, el envenenado y las flores, en la mano. Pilar ya estaba lista. Era una chica valiente. Llamó al radio taxi.