Señora directora:
Desde hace más de un año, en que se declaró la dolorosa y catastrófica pandemia que estamos viviendo, con las consecuentes cuarentenas establecidas en todos los países del mundo, nos hemos habituado, con mayor o menor éxito, con mayor o menor entrega y dedicación, a nuevas normas de convivencia. Nos enfrentamos (por necesidad y escaso placer) con intrincadas e ignotas plataformas que nos han sumergido en la virtualidad, al manejo y la discusión con una jerga inesperada y profundamente perturbadora, a una realidad atemorizante, a un conteo diario de víctimas espantosamente consabido.
También nos desafía la nostalgia de una sonrisa, de un abrazo, y en las madrugadas de miedo, el más gráfico recuerdo de Damocles y de la espada.
Aulas silenciadas, niños desconcertados, miles de empresas y comercios cerrados, pérdida de empleos, multiplicación del hambre y la pobreza, asignaciones sociales que tratan de remediar esa situación y que se diluyen, indefectiblemente, en una inflación desorbitada, han acompañado al excepcional esfuerzo y valentía de todos los que siguieron trabajando para mantener al país en marcha. Gracias a ellos seguimos funcionando: los esenciales. Sin preguntar, sin esperar órdenes, sin exigir, cumpliendo calladamente desde el primer momento con su mandato interno.
El personal de salud, de docencia, de seguridad, de mantenimiento, de transporte, de servicios, en el silencio y la incertidumbre que nos aturdía a todos, siguió trabajando.
La esperanza mundial de las vacunas también llegó a nuestro país. Con exasperante lentitud de distribución y aplicación, hisopados truchos o la prebendaria asignación de esas vacunas a ciertos grupos que nos demostraron cuán miserables pueden ser algunos: los que las recibieron y los que lo justificaron.
Con ese telón de fondo, mientras la indefensión de muchos lucha para no ser desesperanza, asistimos a lamentables escenas de enojo de nuestros dirigentes. Los que tendrían que llamar a la calma se espetan los más variados y tremendos insultos que vuelan de aquí para allá y regresan de allá para aquí en un juego oscilante que anticipa, con sus diatribas más feroces, la degradación. Muy pocos resisten un archivo, y eso parece ser motivo de orgullo para más de uno, explicitado en bravatas destempladas dirigidas a los que, quizá ingenuamente, esperamos templanza y equilibrio. Los valores éticos cambian de acuerdo a los vientos políticos, y las escenas de cólera dirigencial no respetan ningún tipo de límite, y declaran no respetar, tampoco, ningún tipo de ley, al mejor estilo autocrático.
Y vuelve el recuerdo de Damocles, con la espada ahora ampliando su amenaza, trasladada al escenario político. Porque Damocles sigue allí, adulando al que lo ubicó bajo la espada, sin advertir que el hilo que la sujeta está cada vez más delgado.
Permítanme un último paralelismo, otra vez acudiendo a los mitos griegos. Hubo un rey en Tesalia que destruyó un día un bosque sagrado para construirse una sala de banquetes. En castigo, su hija, la diosa Mestra, lo condenó a sufrir un hambre insaciable, que más crecía cuanto más comía. El rey se convirtió así en un mendigo miserable, no encontraba alimentos suficientes para saciar su apetito, y en un ataque de desesperación, terminó comiéndose a sí mismo.
Que cualquier parecido con la realidad sea la más absoluta casualidad, lo determinaremos nosotros.
Quedará, dentro de tres meses, en nuestras manos. Una vez más.
Gladis Naranjo