Varias décadas atrás conocí a una señora que afirmaba que ella respetaba a los curas “porque los curas eran los representantes de Dios sobre la tierra”. De poca imaginación -y menor vocabulario- estaba siempre lista para meter su bocadillo aún cuando se hablase de cualquier otra cosa. Por decirlo así, se las ingeniaba, y luego quedaba muy satisfecha, mientras sus interlocutores levantaban las cejas en silencio.
Yo era uno de ellos, y por veces intercambiaba guiños con alguno de los presentes. Pero quizá, a mi modo, yo mismo incurría en idénticas repeticiones de mi propio slogan. Mejor dicho, la repetición de algo escuchado o -en mi caso- leído. Y qué me permitía brillar en las tertulias. De propio, nada.
En efecto, épocas anteriores al sildenafil solían llevar las conversaciones al campo de los afrodisíacos, donde desfilaban la foca lira, el cuerno de rinoceronte o la aleta del tiburón, y mil cosas más. Nunca creí en ninguna, y las escuchaba con cierto desprecio. Lo admito.
A mi turno, invitaba a los demás a imaginar un hombre de pecho hundido, barba entrecana de tres días, solía agregar una tos con esputos y una larga afición por la mala vida. Y en ese punto preguntaba si podía existir “algo” que -dejando a un lado lo anterior- hiciese funcionar eficientemente sólo una pequeña parte de su cuerpo. Allí les recordaba a mis contertulios aquellos charlatanes vendedores de elixir medicinal de las películas de cowboys, mostrando frascos que curaban una larguísima serie de dolencias, incluyendo “excesos de la juventud”. Y mientras dejaba mi copa sobre la mesa ratona miraba a los demás a los ojos, uno por uno, dejando ridiculizadas sus ponencias. Ya estaban a mi merced para soltar mi slogan: “El único afrodisíaco es un buen estado psicofísico. Nada más”.
No sé si los de sexo masculino lo aceptaban redondamente. La esperanza es lo último que se pierde. Supongo que mi bocadillo iría destinado a impresionar al bello sexo. La imagen de aquel despojo humano esputando solía convencerlos. En parte. Y yo cumplía la misión imposible de parecer un hombre con la cabeza bien puesta.
Eso me funcionó hasta que -en forma casual, como con la penicilina- se descubrió un dilatador vascular que actuaba a nivel de la pelvis. El sildenafil. “Mire doctor, tomé lo que vd. me dio, y mire lo que ha sucedido”. Con la mayor discreción los hice olvidar de aquella “ponencia” que blandía en mis tertulias con tanto éxito. Dudo que la recordaran, de todas maneras.
Eso me funcionó hasta que -en forma casual, como con la penicilina- se descubrió un dilatador vascular que actuaba a nivel de la pelvis. El sildenafil. “Mire doctor, tomé lo que vd. me dio, y mire lo que ha sucedido”. Con la mayor discreción los hice olvidar de aquella “ponencia” que blandía en mis tertulias con tanto éxito. Dudo que la recordaran, de todas maneras.
Pero mi afición por las tertulias ya me había llevado a montar un nuevo caballito de batalla. Mi escenario era ahora la cuestión ecológica. Yo esperaba que los demás dieran sus hipótesis -y eventuales soluciones- para decir “es muy sencillo”.
Acaparada la atención, soltaba este párrafo: “El hombre… es una especie… que… mmm…no controla su número”. Ante el primer pedido aclaratorio, explicaba que las demás especies son -más o menos- siempre los mismos. Más o menos la misma cantidad de individuos. Cantidad que si se mueve, lo hace en forma lenta. Prudente, diría yo. Además -segundo punto- el hombre no tiene especialización, y por eso invade el planeta, desde lapones de heladas tierras hasta tribus amazónicas.
También los había en América del Norte. Pero si el piel roja amaba al bisonte y le pedía perdón por tomar su carne, luego vino el ferrocarril, y desde sus ventanillas los pasajeros les disparaban por diversión. Ese tren y esos Winchester corporizaban el capitalismo. El capitalismo y su etapa siguiente -el imperialismo- son los que talan todos los bosques y envenenan los ríos. Y por el otro lado, se superó largamente el número de humanos que el planeta podía soportar. Y voy a inventar: menos del 10% poseen y controlan el 90% de los recursos del planeta, y hacen cualquier cosa para aumentar esa desproporción. Ese es el callejón sin salida. No es un problema, porque los problemas tienen solución, y esto no la tiene.
Con la pandemia se replica esa desigualdad: el 12% de los países tienen el 90% de las vacunas. Y más de 100 países tendrán que repartirse el restante 10% de vacunas. Nosotros estamos en el lote del 10%, y supongo que tan mal no nos va. Piense en Africa. Esa es la mirada del sistema capitalista sobre la pandemia. Pero ahora no son braceros mejicanos ingresando a USA en busca de trabajo; no es la hambruna del cuerno del Africa.
Con la pandemia se replica esa desigualdad: el 12% de los países tienen el 90% de las vacunas. Y más de 100 países tendrán que repartirse el restante 10% de vacunas. Nosotros estamos en el lote del 10%, y supongo que tan mal no nos va. Piense en Africa. Esa es la mirada del sistema capitalista sobre la pandemia. Pero ahora no son braceros mejicanos ingresando a USA en busca de trabajo; no es la hambruna del cuerno del Africa.
Al parecer, junto al problema de la velocidad de fabricación viene el problema de las mutaciones. Tenemos el pinchazo en el brazo y nos fotografiamos con el cartoncito, pero no sabemos qué ataja y qué no ataja. Todos los días se habla de una nueva cepa, con supuesta existencia y nombre propio. Y esto está lejos de terminar.
De modo que, entonces, los habitantes de esos 12 países generan un gran colchón de botellitas de vacuna, quizá para dos veces su población, y, recostados en él contemplarán al resto; más pobre, paupérrimos o directamente hambrientos. Una vieja historia. Pero hay un detalle: en esos países pobres (donde reina el HIV) no se limitarán a morirse. Allí circulará el virus y así se generarán las mutaciones. Y una cosa es un policía deteniendo a un afro-americano, clavando su rodilla en el cuello y manteniéndola así hasta que muera. O negarse a recoger náufragos del Mediterráneo. Y otra cosa es un “wasp” (white; anglo – saxon; protestant) que desembarca de su jet privado en un aeropuerto estadounidense, tras un viaje de negocios. Nadie podría crear una red de malla tan fina que atrape a todos los virus. Pasarán, es obvio. Y nadie sabrá si los trajo el propio millonario, el piloto o la azafata. Más probablemente: la nueva mutación será de “paciente cero” desconocido. Y tarde se enterarán de la nueva cepa, ya multiplicada. Al final, como diría mi padre, el colchón era sin lana, y… no sé cómo pueda seguir la historia. Después de todo es recién mi segunda pandemia.
De modo que, entonces, los habitantes de esos 12 países generan un gran colchón de botellitas de vacuna, quizá para dos veces su población, y, recostados en él contemplarán al resto; más pobre, paupérrimos o directamente hambrientos. Una vieja historia. Pero hay un detalle: en esos países pobres (donde reina el HIV) no se limitarán a morirse. Allí circulará el virus y así se generarán las mutaciones. Y una cosa es un policía deteniendo a un afro-americano, clavando su rodilla en el cuello y manteniéndola así hasta que muera. O negarse a recoger náufragos del Mediterráneo. Y otra cosa es un “wasp” (white; anglo – saxon; protestant) que desembarca de su jet privado en un aeropuerto estadounidense, tras un viaje de negocios. Nadie podría crear una red de malla tan fina que atrape a todos los virus. Pasarán, es obvio. Y nadie sabrá si los trajo el propio millonario, el piloto o la azafata. Más probablemente: la nueva mutación será de “paciente cero” desconocido. Y tarde se enterarán de la nueva cepa, ya multiplicada. Al final, como diría mi padre, el colchón era sin lana, y… no sé cómo pueda seguir la historia. Después de todo es recién mi segunda pandemia.
Sigo sosteniendo que el humano no controla su número, algo obvio; pero alguna vez he hablado de cómo se defiende el acosado planeta. El HIV, por ejemplo, ataca el sistema inmunológico, lo cual es admirable. Hay equipo. Y la –llamémosle- “lógica” del capitalismo ha sido ya pintada por el cine y la literatura: el avaro que cae al río abrazado a un cofre lleno de objeto preciosos y de gran valor. Que no lo suelta. Y que se hunde con él.
Será cuestión de medida: que las mutaciones no sean tantas y puedan manejarse. Será un día a día. Eso quiero creer. Pero no espero que los humanos estemos todos en un mismo bando.