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SÁBADO 07.12.2024
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Las novias

Esta podría ser una típica conversación que se diera en una clase de pilates. Y lo fue. Transcribí lo mejor que pude el discurso de una señora que solía estar desconforme con los proyectos de su hijo. Bueno, aquí están sus palabras. Que los lectores opinen. 

 Para que esté a tu nivel, Iván Javier, hijo mío, no deben ostentar esas rayitas a los costados de los ojos. Me refiero a las indignas patitas de gallo a edad temprana. A ver, repasemos la ristra de novietas que me has venido trayendo en estos últimos años. Retrocedamos a los tiempos de Enriqueta. De nombre sofisticado, esbelta, rubia casi natural, se le veían el cansancio y los madrugones. La delataban los párpados un poco bajos y esas bolsas oculares. Pobrecita. Se maquillaba con discreción y destreza. Ocultaba todo bajo un buen cosmético, casi como el que yo uso a mi edad. Pero esas bolsas delataban todo. Se levantaba tempranísimo y hacía unos viajes pesadísimos para llegar a algún lugar de trabajo que le permitiera ganarse los garbanzos. ¿Era científica? ¿O peluquera? La tendrías todas las noches agotada sin poder darte lo que te merecés. 

Pensemos en Arminda. El nombre delataba un origen extraño o pobre. Quizá viniera de alguna región del nordeste, por no decir del Paraguay. Con esos ojos alargados, esa risa. Ese tipo de gente que se ríe con toda la boca abierta, no, mí querido Iván. Arminda no era para vos. Fue tu relación más larga, pero te advertí a tiempo. Se le notaban los oficios más arduos en su juventud. La quisiste demasiado, me acuerdo muy bien, y nos lo confesaste a mí y a tu padre. Con ella lo pasaste muy bien. Tu papá le decía “la pardita” casi con cariño. Tuve que detener esa pasión. Y hoy me lo agradecés. Lo sé. Se le veía el origen en la risa, en las manos. Las abría y las cerraba, y abría los brazos y a veces no podía contenerse, se echaba para atrás y golpeaba el suelo con las dos piernas en medio de una carcajada. Esa chica habrá vivido en un rancho. Cuando decía “mi casa”, veíamos el adobe, la techumbre precaria, los yuyos, las paredes sin ventanas, algún idioma indígena. No era para vos. 

Clementina Irinea era demasiado extraña. Demasiado alta y con la piel manchada, bocona y orejona. Casi no hablaba. Se llenaba el cuello de pañuelos. Se volvía loca con los arreglos florales y andaba por nuestros parques semidesnuda. Y siempre con esas amigas exóticas iguales a ella. Abominaba del confort. No, Ivancito, no. Era el tipo de mujeres que se llevan al futuro esposo a vivir lejos de su tierra y de su familia. Con ese cuerpazo. Te insistía con hacer un viaje a El bolsón o a Tanganika. No, ni tu padre ni yo lo hubiéramos consentido. Un abogado como vos, con cuadro de honor, viviendo como un aborigen africano al lado de una mujer tan animalezca. Hice bien en detener ese noviazgo. 

Josefina, yo sé. Ella nos engañó a todos. Fue un año muy grato para tu padre y para mí. Pero lo vi bien claro en el hotel Llao Llao en esos inolvidables días de abril. Ella era una dama. Cruzaba las piernas como una madame Pompadour. Sentada a la mesa era bellísima, admirada por los huéspedes, por los conserjes. Tal era su belleza que hasta las demás mujeres perdían la envida y la adoraban también. Hubo algo en su mirada y en la forma de estar parada. La vi pasar entre las mesas del salón comedor. En todas las cenas se levantaba para ir al baño. ¿Te acordás? Entre el primer y el segundo plato, ella salía, atravesaba todas las mesas y estiraba un brazo al pasar por la barra. Y el maître se tocaba el sombrero. ¿Por qué estiraba el brazo? El primer día sólo me dediqué a observarla sin colegir. En el segundo día empecé a sospechar. Al tercer día la seguí atentamente con la vista. Josefina entregaba un dinerillo a uno de los muchachos de la barra. Estiraba el brazo después de pasar por la columna marmórea para que no se viera. Pero yo la vi. Ella tenía un arreglo con el personal del lujoso hotel. Me callé y aguanté. Soporté como la más estoica esa horrible realidad. ¡Mi hijo de novio con una cocotte que encima tiene un cafisho! Lo soporté porque no quise arruinarte esos momentos de disfrute y diversión. Tu padre también la admiraba. La admiraba más de lo permitido. Yo no quise romper el hechizo de los dos. O de los tres. Aguanté ese noviazgo durante un año entero, sobre todo a pedido de tu padre que insistía en quererla de nuera. Tuve que enviarle unas cartas intimidatorias para alejarla. Esa chica no era para vos, Iván Javier. No te cruces con ese tipo de mujer. 
Ana Sofía, la maestra, fue la que tenía alguna impronta de dignidad. Sí, fue mejor que las demás. Pero la recuerdo en una cena familiar. Infló el pecho y levantó la voz con gravedad. Habló de su profesión en relación a la sociedad. Advertí en ese tono de voz una ínfula gremial, de sindicato o algo así. Vos sabés que eso está muy mal visto en nuestra esfera. Tuve que enviarle también cartas intimidatorias, llamados telefónicos amenazantes y alguna encomienda que la sorprendiera. 

Ahora, Iván Javier, estás libre y podés elegir la chica que quieras. Ya es hora de que te cases. Y, por favor, no des más vueltas. Y no sigas estos horribles tópicos de la moda de hoy. Que sea mujer. Y que te haga crecer.        
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