Por Ayelén Naiara Santamaría (*)
Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.
(Jorge Luis Borges)
Irene está sentada en un sillón blanco de ratán. Achina los ojos y trata de mirar hacia arriba. Desde que se despertó ha estado allí. Ha ido arrastrando el sillón, imitando el movimiento abovedado del sol. Recuerda que debe permanecer en ese metro cuadrado de arena. Ana, de todos modos, la observa desde la ventana de la cocina, cada diez o quince minutos.
Son las doce. La mujer ha girado en un ángulo de ciento ochenta grados, de modo que la Irene de las siete de la mañana estaría con la espalda pegada a la de la Irene del mediodía y mirarían en direcciones opuestas. Una hacia la casa de dos pisos que, como no ve, ha perdido la capacidad de existir materialmente para ella y la otra hacia el lago.
Irene lleva media hora tratando de recordar la casa. Sin embargo, cada vez que comienza, se distrae con la sombra del sillón, con un ave que sobrevuela la bahía o con algún turista que grita que le pasen la pelota de una buena vez.
Irene comenzó, hace algunos años, a olvidar las palabras. Primero, en contra de todos los pronósticos, extravió las más sencillas: mamá, pan, mesa, agua, auto. Luego, las compuestas: pintalabios, agridulce, claroscuro. Su cerebro desaprende, desde la primera hasta la última, las palabras que ha ido acumulando con el paso de los años y, como le han dicho varias veces, el proceso es irreversible. La desalfabetización manipula, además, algunas emociones, unos cuantos rostros, casi todos sus recuerdos y también lo que no necesita palabras para ser dicho. Lo último que le queda son sus años de juventud, varias palabras esdrújulas y una cara que se desdibuja. Sin embargo, a lo largo del día, todo aparece de nuevo y reaprende, en una fracción de segundo, desde la última hasta la primera palabra. Ese golpe de suerte no dura mucho y resulta en varios términos perdidos para siempre.
El neurólogo le ha recomendado, para postergar los síntomas, que retenga una imagen en la cabeza y trate de describírsela a sí misma con meticulosidad. Le ha pedido que seleccione tres palabras de esa descripción y que las repita en el mismo orden, una y otra vez. Un conjuro contra la enfermedad, ha dicho el doctor en broma. Veo un lago cercado por árboles y botes. Tres barcos grandes, con banderas a rayas, se reflejan sobre la superficie celeste. El lago está quieto. Si un barco se acercara a mí, se toparía primero con la piedra inmensa que rompe la arena en dos. La sombra del sillón se acerca a la orilla. En cinco horas más la sombra y la orilla serán una.
Lago, cinco, una.
Irene tiene frío. Mira a su alrededor y no recuerda cómo ha llegado ahí. La próxima vez, llevará un abrigo ¡Qué linda casa!
Gira la cabeza. Veo el lago, cinco, una. Por qué dice eso. Quiere decir agua, pero ha extraviado la palabra y en ese lugar hay un rompecabezas de otras, cuelgan vocales y no encuentra la g seguida de la u en ningún lado. Almanaque, aceite, amigo. Lago, cinco, una. Quiere decir agua. Se bebe, pero no se nombra, se señala con un dedo rígido y la boca la desea, pero no se nombra. Lago, cinco, una.
Irene llora. Una chica se aproxima a ella, le sonríe. Trae una fotografía en una mano y una manta en la otra. Hola, mamá. Soy Ana. Abrigate. Ana le cubre las piernas con la manta, le seca las lágrimas y le muestra la foto. Esta soy yo y esta sos vos, ¿ves? Ana saca un espejo del bolsillo y le muestra a Irene su reflejo. Tienen ojos azules. No llorés, mamá. ¿Querés agua? Ya va a estar el almuerzo. Lago, cinco, una, le responde Irene. No puede decir agua y cada vez que Ana dice mamá, su mente censura la palabra y la convierte en otra: ama, ñam-ñam, ala. Muy bien, mamá. Estuviste practicando. Ana le acaricia el cabello, Irene aún no tiene canas. Anagnórisis, Edén, forastero, A… A… Ana, hija, ¿me traés una taza de té? Hace frío aquí. No quiero entrar. Todavía estoy haciendo el ejercicio. Ana le sonríe, no dice nada. Le pregunta si quiere el té con miel o con azúcar. Irene la mira. Se frota los ojos. Ve un par de lentes de sol colgando de su blusa. Se los pone. Mamá, soy Ana. ¿Qué te parece si te traigo un té? Irene asiente. ¿Con azúcar o con miel? Con miel, querida. Gracias, gracias.
Ana se dirige hacia la casa. El pelo negro, lleno de bucles, se desparrama en la brisa. Irene, que se ha girado para ver hacia dónde va la chica, observa el contraste entre la ropa blanca y el cabello. Le recuerda a alguien. A una niña que corre hacia el lago. Ese lago es el mismo. Tiene que describir el paisaje, lleva horas tratando de hacerlo. Cómo viaja la sombra. Ya debe haber pasado el mediodía, porque la tiene entre sus pies.
Irene tirita. Mueve el sillón, hasta encontrarse de nuevo con el sol. Veo un lago cercado por árboles y botes. Tomá, mamá. Es té y tiene miel. Soy Ana, mamá. Gracias, Ana. Estaba tratando de hacer el ejercicio, no tengo ganas de desayunar aún. Vamos a almorzar mamá, ¿me acompañarías? Irene asiente. La observa con un atisbo de desconfianza que se desvanece rápido. No sabe quién es, pero camina junto a ella porque se ha acostumbrado a andar detrás de la gente que sonríe.
Son las siete de la tarde. Irene está sentada en la orilla del lago. Ha dado una vuelta completa y, como cada nueva jornada, ha retornado al punto de inicio. Siente el gruñido de los barcos de banderas rayadas. Veo un lago cercado por rama, rama, brote y ba, be, bi, bo, bu. Soy Irene. Soy la ama, ñam-ñam, ala de Ana. Qué bella es el lago, cinco, una, une por los laterales el trozo de tela.
Veo un lago cercado por rama, rama, brote. Tres barcos grandes, con banderas a rayas, se reflejan sobre el superficie celos, cama, fin. La sombra y la orilla son una.
Las olas depositan espuma sobre la roca e, instantáneamente, se hace de noche.
(*) La autora reside en Ushuaia, Tierra del Fuego