Por Angela Mariana Migliorini (*)
Cuando me enviaron al campo, pensaron que no volvería o que a mi regreso los motivos por los que me alejaron hubieran desaparecido o mermado su expresión.
El contacto con la naturaleza suele volver a las personas más sabias y ésta no fue la excepción. Volví más sabia, al menos eso sentí cuando atravesé el umbral de la calle Garibaldi y sin pausa me fui a conversar con los agapantos que parecían ansiosos de verme. También los rosales que levantaban sus pimpollos y sonreían secretamente mientras los malvones explotaban de rabia. Creo que ellos no esperaban que regrese.
Por el rabillo del ojo ví a Leonor espiando por la ventana del dormitorio. ¿Tampoco ella me esperaba? – me pregunté con pesar, pues éramos inseparables. Recordé las noches en que nos encerrábamos en el sótano sacudiendo las telarañas que nos rozaban la cara mientras la linterna proyectaba sombras fantasmales en la pared de ladrillos y Olimpia nos buscaba en silencio por toda la casa para no preocupar a nadie. Al cabo de un rato nos sentábamos las dos a la mesa de la cocina con la lata de galletas asegurándole que siempre habíamos estado allí, que cómo podía ser que no nos hubiera visto. La pobre se quedaba pensativa, preocupada por no haber notado nuestra presencia y nosotras nos reíamos hasta vomitar.
Otras veces subíamos descalzas hacia el altillo por la escalera de madera desvencijada para que no crujiera y mirábamos por la ventana que daba al vacío, la misma donde años atrás Nina tuvo la infeliz caída que la dejó en ese estado aletargado y opaco hasta su muerte. Nunca nos contaron la verdadera historia de su caída pero siempre sospeché que aquello no había sido un accidente, sino una idea que su mente atormentada llevó a cabo sin el éxito deseado.
Por eso no querían que fuéramos al altillo, como si allí habitaran los fantasmas que la empujaron por la ventana aquella tarde. Sin embargo, para mí el altillo guardaba tesoros invaluables: el sombrero de paja del abuelo, los collares de Nina que usábamos para jugar y el pizarrón de madera donde empecé a escribir mis primeras letras. Leonor fue mi primera alumna y bastante me costó que aprendiera a escribir. Su interés siempre pasó por las charlas vanas de temas intrascendentes menospreciando mi avidez por la lectura. Ella se ocupaba de telas y bordados porque mientras bordaba o doblaba las telas podía hablar de cualquier cosa, pero con la lectura una se mete en la historia y no es posible bordar nada. Una se convierte en guerrera, amazona, madre, o soldado en un abrir y cerrar de página.
Todo empezó cuando termine de leer “La llamada del bosque” de Augusto Marlet, poeta colombiano que acompañaba mis días y mis noches con gran interés. También empecé a escribir. Primero en hojas sueltas y luego en cuadernos que Olimpia me compraba de tanto en tanto.
Más adelante empecé a escribir en las telas que dejaba Leonor por ahí tiradas cuando bordaba hasta que una vez escribí sobre un bordado listo para regalar y se enojó tanto que no me habló por una semana.
Me gustaba escribir en los almohadones de brocato del living, les daba un aire fresco y divertido a los sillones de nogal.
Yo escribía “poesía acotada”. Ese fue el nombre que elegí a mi novedosa forma literaria pues era acotada al tamaño de la tela disponible. “Poemas cortos sobre almohadones” fue el título de mi primera obra que produjo un disgusto familiar y mi encierro en el galpón por todo el día con una tabla de lavar y un jabón blanco que resulto delicioso. Ni loca iba a lavar mis poemas para contentar a mamá.
Mi primera novela la empecé en un trapo viejo pensando seguirla en otros, pero cuando vi las cortinas claras y relucientes supe que allí estaba el papel o mejor dicho la tela para contar la historia. Eran el mejor lugar para plasmar mis ideas. Esa noche me encerré en el living cuando me aseguré que todos dormían, las descolgué y estiré sobre la alfombra para sacarle las arrugas y descoser las alforzas que formaban unas tablitas decorativas en la parte superior.
Pasé la noche entera escribiendo. La compañía de Augusto Marlet y “La llamada del bosque” me inspiraron hasta que la salida del sol en la ventana desnuda y los golpes de Olimpia en la puerta me sobresaltaron.
Cuando entró casi se desmaya la pobre. ¡Que hizo niña! -dijo agarrándose la cabeza mientras yo trataba que no pisara la obra a punto de terminar.
Cuando llegó mamá todo se puso peor. Su paciencia se había agotado y como castigo me enviaron al campo por dos meses sin hojas en blanco, ni cuadernos, ni nada con que escribir.
Cuando llegó mamá todo se puso peor. Su paciencia se había agotado y como castigo me enviaron al campo por dos meses sin hojas en blanco, ni cuadernos, ni nada con que escribir.
Todos los días repetía para mis adentros lo que ya había escrito para no olvidarme y continuarlo a mi regreso. En ese tiempo dejé de hablar para no distraerme con nada. Soñaba con volver a compartir el cuarto con Leonor, las escapadas al sótano y las galletas de Olimipia, pero al llegar me habían asignado el altillo como mi nuevo cuarto, aquel lugar lleno de misterio y diversión era desde ese momento mi nuevo dormitorio, por eso Leonor espiaba discretamente, pues no tenía permitido acercarse a mi.
Apenas subí, me puse el sombrero del abuelo y los collares de Nina. Hacía calor y abrí la ventana. Fue en ese instante que comprendí la verdadera historia de su “caída “pero esta vez el intento tuvo el éxito deseado.
(*) La autora es de Tandil