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DOMINGO 03.11.2024
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Cartones marrones

Esta es la historia de una conocida mía que decide mudarse de país con toda su familia y nos da sus razones. 

 Aquí va el relato. 
Estábamos hartos de vivir tan mal en este país de mierda. Soy publicista, cuento con una antigüedad considerable en mi trabajo, no gano mal, pero los precios suben y los políticos son una mierda. 
Ay, perdonen. Voy a mejorar mi vocabulario. 
Jorgito es bueno en lo suyo. Es de los primeros analistas de sistemas que dio este país y puede ubicarse en cualquier lugar del mundo. Con una computadora chica, ya está. Y con unos vasitos de Johnny Walker, también está bien. 
 Esta es mi historia, ahora que estamos encaminados en la vida, quisiera hacer una pequeña memoria de lo que dio lugar a nuestra gran decisión.
Ámbar, pobrecita, estaba satisfecha en su escuela, y es muy buena en informática. Salió al padre. Kevincito también es un chico bueno y muy aplicado a las pantallas, pero prefiere jugar al fútbol. 
Es que estamos hartos. Hartos de este país en el que nunca avanzás. Para colmo, a la vuelta de nuestra casa, en la calle Salguero, se llenaba de cartoneros y era peligrosísimo pasar. Esa gente es muy carenciada, y, si pasás cerca, te agarran y te despanzurran. Una vez, hace unos años a Jorgito le robaron la netbook. Fue como un viento que apenas lo rozó. Estaba él sentado en una mesa de un coqueto bar de Palermo Hollywood junto a otros colegas, y bluuummmmm, un negrito que parecía volador, un duende marrón con capucha, se acercó a la mesa y, apenas Jorgito sacó la manos y levantó la vista, el chorrito apareció de la nada y se llevó la máquina, la preciada computadora portátil traída de Miami, con la que tan bien trabajaba mi querido esposo. Quedaron él y sus colegas completamente azorados. El morocho salió corriendo y nadie lo agarró. Jorge tuvo que viajar a comprarse otra. 
Esta es sólo una pequeña anécdota. Hay gente que sufre cosas peores. Este país no daba para más. A Ámbar le robaron el celu en la parada del colectivo. Hubo que comprarle otro. Y siempre, siempre con esos políticos de mierda que lo único que saben hacer es robarte y robarte. Nos roban a todos. Y hasta son duros de matar. 
 Pero, mejor de esto no hablemos. Odio la política. Es un tema del que nunca hablamos. En mi familia odiamos la política. Por eso Ámbar y Kevin fueron con sus amigos a tirar piedras y antorchas a la casa rosada. Porque estábamos hartos. Y pensamos que los jóvenes hacen bien en expresarse. 
Un día, estábamos cenando frente al televisor. Ordené a todos que dejaran sus aparatos lejos de la mesa para reunirnos en familia. Pusimos un programa muy bueno. Uno de esos programas en los que te enterás de lo que pasa. Lo conducía esta periodista tan bella, esta que se llama Luciana Buena y su compañero, un gordito pelirrojo que siempre está enojado y con razón. Mostraron filmaciones documentales de lo bien que se vive en los Estados Unidos. Vimos calles de Los Ángeles y de New York. Vimos cómo la gente progresa, como un reciclador de papel y cartón puede llegar a ser millonario. 
“Esta es la nuestra”, dijo Jorgito. Y esta fue la gran decisión. No lo pensamos mucho. Ambarcita lamentó un poco perder a sus amigas y compañeros de clase, pero yo sabía que se le iba a pasar. Vendimos la casa y vendimos un montón de objetos. Jorge seguiría trabajando en lo suyo, total, él no necesita oficina. Y yo podría encontrar algo. Soy una persona dispuesta a trabajar en lo que sea, porque mi ley en la vida es el esfuerzo y el progreso. Conseguimos una visa y con dos grandes valijones de cuatro ruedas nos tomamos un avión de American Airlines rumbo a nuestra gran aventura. 
Llegamos al aeropuerto John Fitzgerald Kennedy y desembarcamos felices. Estuvimos unas cuatro horas separados, cada uno en una celda de migraciones en las que nos hicieron preguntas a los cuatro por separado. No fueron amables los policías-funcionarios, pero nos hizo bien para practicar inglés. Como teníamos visas, nos dejaron pasar. Además honramos a ese país en los muchos viajes turísticos y de trabajo a Texas, a North Carolina, a Houston y a Washington en los noventa. Pero, ahora, por fin, íbamos a realizar nuestro sueño de progreso. Vivimos primero en un monoambiente en Brooklyn. Era un poco ruidoso, pero estábamos bien. Jorgito trabajaba las veinticuatro horas, hasta tuvo que comprarse una compu nueva. Yo no conseguí nada y me dediqué a recorrer la ciudad con los chicos. Ellos recuperarían el año escolar, seguro. Conocimos tanto NY, recorrimos tanto, que se me hizo una fisura en un hueso del pie derecho. Encontré una curandera hondureña que me lo vendó con mucho esmero. 
Con los ahorros compramos una camioneta y nos fuimos a vivir en ella a un costado de una ruta. Nos sentíamos libres como en una road movie. Ámbar y yo engordamos bastante y, gracias a eso, los americanos nos empezaron a ver como a iguales y la policía no nos pedía documentos. Es que somos ilegales, pero ya lo vamos a solucionar. 
Una vez, un domingo, volvíamos de un paseo y vimos que nos habían robado la camioneta. Ay, qué barbaridad. Y no pudimos hacer la denuncia. Seguro que fueron inmigrantes asiáticos. Es que hay muchos. La inmigración es el gran problema que azota a este siglo. Y es casi imposible de combatir. 
Con unos cartones nos hicimos una casa muy acogedora en el barrio de Queens. Estamos rodeados de vecinos muy solícitos y religiosos que también hacen sus viviendas con maderas o con carpas. Es un lugar hermoso. Queens es un barrio precioso, casi una ciudad en sí mismo. Yo voy mucho a la iglesia y me conozco todo el evangelio. Además, el templo tiene buenas paredes y podemos asistir los cuatro para hacer nuestras necesidades. Usarmi, mi curandera hondureña, me prepara unas hierbas que me ayudan a hacer el número dos, porque yo, cuando tengo que ir a un baño compartido no puedo, me estriño. Ámbar también. 
Lo bueno es que por primera vez nosotros levantamos nuestra propia casa con nuestras manos. Es toda de cartón. Acá hay mucho cartón y de todo tipo. Lo compramos barato. Hicimos la casilla, bueno, otro monoambiente, que es todo marrón. Marrón como la corteza de los árboles. En algunas partes, como en el techo, se torna más oscuro. El piso es de la baldosa gris de la calle, así que lo tapizamos, es decir, le pusimos un moquete de cartón marrón. Nos sentimos como en una cabaña suiza, toda marrón, marroncita como la piel tostada en Punta del Este. Pero más opaca. Cuando sopla el huracán, nos vamos con las familias abajo del puente. Y cuando los días son lindos, nos hacemos un picnic de grisines en el Parque Flushing. Kevincito, Ámbar y yo, reciclamos cartones y así recorremos más la ciudad. La caminamos y cargamos. Kevin tiene fuerza. Yo sé que pronto llegaremos a nuestra meta, porque en este país se progresa, no como allá con esos políticos de mierda que se roban todo.   

Raquel Poblet

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