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MARTES 12.11.2024
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El cazador, primera parte

He tenido un par de niños, pero no me he fijado mucho en ellos en sus primeros tiempos. Recíprocamente, tampoco ellos se percataban de mi existencia. Las edades de los niños y sus primeras habilidades no son lo mío. Pero sigamos. Voy a mi propia niñez. 

 Cuando empecé a caminar, salí al espacio exterior, alejándome un poco del chalet. El hermoso -viejo- chalet estaba sobreelevado; cada una de sus puertas exteriores tenía su escalinata. 
 Yo había pasado del útero materno a las habitaciones del chalet y a la atmósfera familiar. Ahora salía al espacio exterior, y me pareció encontrar un tercer útero en la sombra de un gran aguaribay, a pocos metros del chalet. Calculen ustedes mismos que edad puede tener un niñito que se aventura por sí solo a las adyacencias de su casa. Era la casa principal de una estancia de mil hectáreas. Por allí lejos había una segunda población de ladrillos rojos denominada “la chacra”, donde habitaba la peonada. Y aún estaba “el puesto”, un rancho centenario por allá atrás, lindando con el arroyo Cristiano Muerto. No era un mal escenario. 
A la fresca sombra del aguaribay comencé a observar el mundo que me rodeaba, y atrajeron mi atención unos pequeños seres que se desplazaban por el aire y a veces se paraban en una rama. Los pájaros. 
Fue verlos y nacer en mí el deseo de cazar al menos uno. Mis observaciones me llevaron a comprobar que estos pájaros moraban en nidos, que ellos mismos construían. Como un tazón… pero hecho de ramitas, ya saben. Allí se colocaban muy cómodos.
Por entonces tenía para mí que el nido era para el pájaro lo que el chalet era para nosotros, los humanos, que -también ví- reinábamos en la Creación. De modo que un pájaro se recogía en su nido en los ratos libres, y -obviamente- por la noche. Así estaban las cosas, a mi entender. Sobre esa base concebí y llevé a cabo mi primer plan. 
Busqué una buena horqueta en el aguaribay, y arrancando pasto verde formé en ella un primoroso nido. De pasto verde, que resulta muy frío para un ave. No deben afligirse, porque ahora comprendo que los pájaros ni siquiera interpretaron qué era aquello. Y mucho menos se comidieron a habitarlo, ni aunque fuese a prueba. 
 En todo momento abrigué la esperanza, escondido tras el tronco, de que algún pájaro se posara en el nido. Calculo que sólo se verían mis ojos, avizores, y mi mano derecha tenía el tono muscular exacto para echar mano rápidamente al incauto pájaro. Que nunca llegó, pese a que invertí muchas horas observando el nido sin parpadear. Inmóvil. Ahora les daré un segundo dato de mi edad: hablaba. 
Creo que un niño habla hacia sus dos años, pero no estoy muy seguro. El caso fue que, asumido el fracaso, dejé a un lado mi incipiente soberbia, y consulté a mi madre sobre modos de atrapar pájaros. -Ponele sal debajo de la cola -me indicó muy risueña mientras lavaba platos. Quedé meditando. Por un lado, supuse que si el pájaro se hallaba tan a mano, bien haría en tomarlo por los gañiles, directamente. Y oprimiendo un poco más, bueno… Dejé el proyecto en carpeta. 
Así quedó hasta que me regalaron una escopetita de aquellas que disparaban un corcho atado con un hilo. En primer lugar, quité el hilo, y el corcho fue a una cierta distancia. Luego hallé una tiza, que coincidía con el calibre de mi escopetita, y fue un proyectil estupendo. 
 En eso estaba cuando caí en cuenta de que esa escopetita era el medio adecuado para echarle sal bajo la cola a un pájaro. Tenía entendido que en esas condiciones el ave ya no volaba. El resto sería coser y cantar. Mi madre se mostró colaboradora, indicando el uso de sal gruesa. 
Yo amartillé la escopetita y mi madre vertió sal gruesa por la boca del arma. Me ubiqué bajo un pájaro, ángulo ideal para acertarle bajo la cola. Estando bien seguro, oprimí la cola del disparador. La sal gruesa alcanzó una altura de unos diez centímetros, para caer sobre mí en forma de lluvia. 
Era un primer intento. Pedí más sal, pero ésta se ganó en el mecanismo del arma, trabándolo, y ya no volvió a funcionar. Mi tercer intento surgió cuando hojeaba un libro de estampas religiosas. Al voltear una página, apareció un santo. Ya sabrán lo que es un santo. 
Este hombre santo se hallaba en medio del campo, con los brazos en cruz, y la boca en una mueca… dolorosa. Parece que esa mueca cotizaba bien para la época en que se pintaron y esculpieron santos, pues no hay santo que no tenga esa mueca. Pero había algo más. En los brazos del santo varón se posaban pájaros. No menos de tres o cuatro pájaros por brazo. Bajé el libro, y mis ojos se convirtieron en ojos diabólicos. 
Por cierto, debía hacer creer a las aves que era yo un santo. La clave estaba en la expresión. Por lo demás, no necesitaba nada. Al día siguiente allí estaba yo, abriendo los brazos, inmóvil, y con mi visión periférica a pleno. Ensayé la expresión dolorosa de los santos, y… allí quedé. Sin duda los pájaros advirtieron que, lejos de la santidad, mi persona no albergaba buenos deseos. Quizá tuviesen otros menesteres a esa hora. Como fuese, allí estuve. 
Tal vez me vinieran ganas de orinar, u otra cosa. Pero en algún momento rompí mi postura y me olvidé del asunto. Un hecho inusitado vino a poner fin a la cuestión, revelando de paso una también incipiente cobardía de mi parte. Verán: en el cerco de ligustrina, exactamente a la altura de mis ojos, una torcaza había hecho su nido. Y allí se hallaba. Clueca. 
 Ya conocía ese estado a través de las gallinas, que estando cluecas no hay cristo que las mueva de su nido. Permanecen empollando. A esa altura había conocido mundo. -En una ocasión, frustrado por la tozudez de una gallina que se negaba a huir, me fui por detrás y le asesté una patada en el culo que la sacó del nido. 
La gallina me atropelló con las alas abiertas y el pico amenazante. A partir de allí no molesté más a una clueca- La torcaza me observaba con un ojo, pero no se movió. Entonces simulé agarrarla, esperando que volara. Pero tampoco se movió, y mis manos se detuvieron a un par de centímetros de ella. 
Hice un segundo intento, pero tampoco voló. “Ya te asustarás”, pensé, y marché a la cocina. Regresé con mi cuchillito de hoja de Solingen y mango de asta. Lo tomé a la manera india y le amagué una soberana estocada, que detuve casi tocándola. Acompañé una segunda estocada con un grito de guerra, siempre sin resultados. 
 Tal vez me detuviera la contemplación de algo que parecía antinatural. No lo sé. Allí se cerró mi primera etapa de cazador. A la manera borgiana, quizá la paloma no era capaz de concebir un cuchillo ni su empleo. 
Como fuese, consideré demostrado que no estaba hecho para eso. No era así, pero en aquel momento se conjuraron un par de circunstancias para que así lo creyera. Y abandoné la actividad venatoria por más de una década. La torcaza quedó donde estaba, ignoro cual pudo ser su destino en este mundo traidor. 
Sólo espero no haberle jodido el corazón o el sistema nervioso con mis puñeterías de niño de ciudad llevado al campo.

Juan Francisco Risso

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