Yésica Schneider plantó su semilla en Reta. Un poco gitana -como se define- vivió junto a sus padres y sola en varios lugares, en muchas ciudades. Cuando quiso seguir haciendo la carrera de chef -al término de la secundaria- no pudo, era 2001, plena época de crisis. Eso no la amedrentó y decidió que igual sería una cocinera hecha y derecha, como sus padres.
Aprendió todo lo que sabe trabajando, de la bacha a jefa de cocina, de El Bolsón a Reta. No se sabe, así lo manifiesta, si ésta será su morada definitiva, pero sí tiene claro que es la mejor oportunidad de su vida, la que permite que Julia -su hija de 11 años- sea más libre, más feliz y con mejores oportunidades.
El GPS no marca el lugar, hay que ingeniárselas para llegar y ahí radica el primer misterio. Ya resignada, le pido socorro a Yesica y le solicito que me oriente para llegar al restó. “Seguí la 17 derecho hasta que te choques el puente, ahí doblá a la izquierda y vas a ver las luces del lugar”.
Las indicaciones me guiaron hasta el lugar, durante el camino fueron apareciendo algunos carteles de madera, colgados en los árboles o alambrados que indicaban “La Semilla – Resto Bar” o simplemente “Bar” y la flecha, señales que aliviaron un poco más la llegada que hasta el momento, en la oscuridad se veía bastante borrosa. En el descampado total sólo se observaban las multicolores luces que anunciaban que allí estaba pasando algo bueno, divertido y prometedor. A pocos metros algunos autos estacionados fueron la señal final de que ese era el lugar que buscaba.
El ingreso ya fue una aventura -tal vez la noche y la Luna ayudaron para eso- cruzar el jardín, hermoso, repleto de plantas, bien cortado el césped, bancos, faroles dando vida a los árboles verdes que decoraban ambos lados del parque. Risas, música suave, ir y venir de niños sumaban clima a lo que vendría.
Antes de entrar una mesa, sillas y comensales, al costado otra mesa ocupada, al resguardo de paravientos prolijamente dispuestos y otro jardín, belleza autóctona, gramíneas, colas de zorro, y campo. Adentro otro grupo, una familia charlaba entusiasmada. Yésica sale a recibirnos, también su papá. Estaba fresco para quedarse afuera así que nos acomodamos en una mesa que armaron en el salón contiguo a la cocina.
Desde el primer momento algo pasó, lo servicial de las chicas, a Yésica la acompañaba su sobrina Verónica que estudia periodismo en La Plata y su papá que había llegado a cambiar la garrafa -que se había terminado en ese crucial momento en el que todas las mesas estaban ocupadas- nadie parece tener ningún apuro, es más, todos se ven felices de compartir ese espacio. Nadie se conoce, sin embargo eso no fue impedimento para que recomendaran un buen vino -artesanal- que se habían tomado, o algo del menú.
Antes de sentarnos, Verónica puso en la heladera un vino mosqueta para el postre que después supo fresquito y deliciosamente dulce.
Las mesas pintadas, sillas y banquetas “de cada pueblo un paisano”, rayadores pintados de rosa o de metal alumbraban en el centro de cada mesa con la velita que habitaba dentro de ellos. Un mural hermoso, cuadros, discos de vinilo, teléfonos de ENTEL, jarras, lámparas de los 80, naranjas que van con el lugar, luces de colores. El espacio no podía ser mejor.
Pero todo empezó en la cocina, sin dudarlo tanto la entrevistada como la entrevistadora se pusieron de acuerdo en primero cenar, probar y después hacer la nota… ¡En la cocina de Yésica! Y así fue, con la mesa de excusa para apoyar un trago fresquito para aliviar un poco la jornada de trabajo que estaba por finalizar. Mientras el bullicio del salón comedor se apagaba de a poco, Yésica empezó contando que en nació en Olavarría, pero no vivió allí.
“Mis viejos siempre por laburo iban buscando otros horizontes, otras oportunidades. Tengo una familia en la que son todos gastronómicos, mi mamá, mi papá, aunque además hacen otras cosas. Viajamos por todos lados, vivimos en muchos lugares, en Necochea, Bahía Blanca, en Mar del Plata, Villa Iris, Coronel Suárez, Tierra del Fuego, que es donde arranco mi vida de adulta. De allí me voy a Esquel ¡justo en 2001! Y no llegué a juntar la plata para estudiar de chef. Estuve un año en Esquel. Así que la carrera la hice con la experiencia laboral, la idea era estudiar gastronomía en Bariloche, pero no pude, el estar sola, tener que trabajar… No me daban ni los tiempos, ni el dinero”, aprieta Yésica como puede esos años de vida en su relato.
La cocina
Las cosas se “maman” de chica, así ocurrió en el caso de Yésica. Está en la cocina desde los 17 años “ayudando a mi vieja siempre. De casa arranqué a los 20 y mi carrera empezó a los 22 cuando llego a El Bolsón donde comencé a trabajar en restaurantes, rotiserías, parrillas, fábrica de pastas. Ahí empecé”.
El derecho de piso, o mejor dicho, el derecho de cocina lo tuvo que pagar como todo chef que se precie de tal: “Como todos arranqué en la bacha. ¡Olvidate! Después ensaladas, postres, hasta terminar en un restaurante como jefa de cocina. ¡Eso fue increíble! Empecé desde muy abajo, pero siempre con predisposición para aprender, todo lo que hago lo aprendí trabajando, de mis maestros cocineros y chefs que me enseñaron muchísimo, mis compañeros de laburo me enseñaban y estaba buenísimo”.
Aunque parecía que todas las estrellas apuntaban a las batidoras, cucharas, cacerolas, ingredientes, Yésica no estuvo siempre segura. “Busqué, busqué, me gustaban muchas cosas y me llamó más la cocina, que me parece es un arte, hacer con dos cosas un buen plato o hacer en una cocina ínfima como ésta -que recién arrancó con dos hornallas y un horno con gas de garrafa que se te termina en pleno bardo de gente- elaborar un buen menú. Eso me encantó y hacerlo en este lugar está buenísimo”.
Cuando pa Reta me voy
La joven cocinera vivía en El Bolsón y decide instalarse en Reta porque “llega a mis manos este terreno de un amigo que fallece. Ya estaba separada y hoy con Julia (su hija de 11 años) es la única manera de tener algo. Llego sin conocer Reta, mis viejos vivían acá porque estaba un hermano mío y se habían venido. Vengo y empiezo con mi casa, que construí ladrillo por ladrillo con mi viejo, todo lo que ves está hecho por nosotros”.
Pero había que “parar la olla” entonces sus primeros “laburos” los hizo limpiando casas, desmalezando terrenos, cortando leña, haciendo lo que salga. “Un día me puse una feria americana, empecé a vender ropa, pero llega un momento -somos 800 habitantes- que se terminó el mercado y no le podés vender m*s ropa a nadie…”.
Tomando unos vinos con su papá le dice: “¿Me ayudás y ponemos un bar o un restobar o un algo? Podría ser algo que vendamos comida, que hagamos lo que nos gusta”.
Nace La Semilla
Yésica y su papá arrancan por lo principal, “plantamos la cocina y el año pasado empecé con todo al aire libre, lo que ves de salón tenía una media sombra y era al aire libre. ¡Imagínate lo que laburé, nada! Pero para empezar estuvo genial, dar el primer paso, uno se desacostumbra al movimiento de un restaurante. Hoy laburé muy bien aunque estaba desacostumbrada al ritmo de la corrida para que no haya demoras. El año pasado fue el volver a acostumbrarme a charlar con la gente, a decir: ¡hola, ¿qué tal?!”.
“En invierno ésta es la cocina de mi casa y ése (señala el salón comedor) es mi living. Esta es mi casa, mi nena sale al restó y comparte sus juguetes con los clientes, lleva a los niños a ver los animales. Ella me ayuda, tiene 11 años y riega las plantas, cuida a sus animales, atiende las mesas, le gusta hacer de todo”, cuenta.
Para que La Semilla crezca, Yésica la fertilizará y le dará bastante agua, “el año que viene tendré que poner una cocina como la gente, es todo a pulmón, este emprendimiento surgió para no tener que ir a cortar más pasto, ni limpiar más casas”.
Los vinos
Una bodega singular forma parte del mostrador de entrada, pero las botellas que están allí no tiene un vino cualquiera, son parte del escenario, especiales como todo allí. “Un amigo al que conocí por Internet, vino a ver cómo era este lugar porque le gustaban mucho las fotos que sacaba y publicaba. Nos contactamos y Alejandro Córdoba -así se llama su amigo productor- me dijo que le interesaba vender los vinos que producía en mi restó. Entonces vino, probamos unos vinos y nos hicimos muy amigos y así surgió. Entonces manifestó que tenía ganas de hacer uno especial para el bar, el syrah que tiene una foto mía con el mural de fondo, en el cabernet la etiqueta también tiene mi foto. Es un vino con cero conservantes, súper orgánico”.
El menú
En la pizarra, escrito con tiza, se detalla el menú y los precios, todo decorado por lindos dibujitos y colores. “Me incliné por algo que no hubiera. Las pizzas las incorporé este año porque a mi familia le gusta mucho las que hago y me insistía para que las ponga en el menú. Me daba miedo hacer esto con la cocina que tengo, pero invento un poco y gustaron. Arranqué con los tacos de pollo, carne y vegetarianos, que no había en el pueblo. Gustaron y están saliendo, a la gente le encanta. Las rabas las hago de otra manera porque es marcar lo diferente, como el lugar”.
No puede ocultar el nerviosismo y la ansiedad que le generan estos desafíos: “Yo tengo un miedo bárbaro, pero a la gente le encanta. De día es hermoso, a la mañana hago los mandados, no tengo auto así que dependo de mi papá y tengo que poner todo en orden, limpiar el baño, el salón, desayunar, me ayuda mi sobrina y mi papá. Me voy a dormir cuando la cocina queda impecable, para que al levantarme pueda ponerme a trabajar, así aprendí”.
Expectativas
“Me puse este negocio para darle un mejor pasar a mi hija, estamos solas en la vida, luchándola. Laburar para que ella la pase bien, hacer algo que me gusta y en mi casa para seguir criándola yo. Hubo años en El Bolsón que vendía pan casero con la nena en bicicleta con tal de no dejarla, y así me compré mi moto, pagaba mi alquiler, nunca me faltó el laburo, lo genero, invento algo, si no sale la venta de pan, me voy a cortar el pasto o a cuidar abuelos, no se me caen los anillos por ningún trabajo, he hecho de todo”, asegura.
Y agrega: “Mis padres están en todo, los viejos vienen y todo lo que hago les ha encantado, mi papá probó recién ayer (por la semana pasada) los tacos porque siempre estoy con mucho trabajo y no le doy bola, así que le di de comer y le encantó. Mi mayor crítico es mi hermano mayor, el papá de Verónica -la sobrina que atendía tan amablemente las mesas- que es un recontra cocinero, es profe de historia, pero cocina muy bien y le gustó mi menú. Entonces ahí supe que estaba todo bien”, cuenta Yésica.
Finalmente afirma lo que podíamos sentir los comensales: “La gente va a conocer un lugar que no van a ver en otro lado, se van a sentir muy cómodos, no es más de lo mismo, marca la diferencia por lo familiar, lo agreste, lo libre”.
“Si no te gusta la música que hay, venís y me pedís que la cambie, voy con la bolsa de morrones a hablar a la mesa, tengo la cocina a la vista. Es distinto, una vista hermosa, de día se ve el mar y el arroyo enfrente. Es un edén en medio de la nada”, suspira la cocinera.
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La esencia del nombre
Cuando le pregunto a Yésica por el nombre del lugar, se sonríe y dice: “La Semilla. ¿Es muy hippie no? (muchas risas). La Semilla es significativo para mí porque todo fue así, de semillas mi casa. Y es justamente porque es la semilla de mi familia de gastronómicos, de mi viejo que también es pescador. Estaba entre dos nombres, el de mi amigo que fallece y por él estoy acá, o el de la iniciativa de arrancar de cero en Reta y sin plata”.
Para corroborar sus palabras señala los objetos que decoran el pequeño y cálido lugar, “como verás es todo reciclado, dos sillas de una, dos sillas de otra, no tiro nada, soy muy cachivachera y cada vez que voy al basural a tirar cosas me traigo otras que las reciclo. Como la puerta doble de entrada que estaba tirada en el basural, me llevó un mes restaurarla, pero era ésa o nada, porque no tenía puerta. Tirantes de pinotea que la gente descarta y yo rescato”.
“La idea de los rayadores como veladores es porque acá se oxida todo, por eso fui descartando mis rayadores en los seis años que vivo en la localidad y es lo que uso como adorno en las mesas. Discos de vinilo que tengo por la herencia de un tío, de gente que no los quiere más. El teléfono de rueda era el que teníamos en mi casa de Tierra del Fuego, incluso conserva el número. El otro es el amarillo, el más moderno, aunque todavía le falta decoración al lugar”, describe.
“Una amiga muralista que trabaja en el museo de San Fernando hizo el dibujo en las paredes y en el baño está pintado con un mural de ella. Cada persona que viene me deja algo, el cuadro del salón lo trajo un cliente, el de las negras me lo regaló mamá”, comenta.