No conocemos a ninguna otra persona que haya pasado la barrera de los 100 años. Somos rarezas: dos personas casadas hace 78 años, uno tiene 103, la otra 100. Somos muy afortunados. Lo mejor que podemos desearles es nuestra suerte”, dice esta pareja al medio inglés The Guardian.
“Estamos juntos desde hace casi 8 décadas y todavía no nos matamos”, dice Morrie entre risas.
“Aunque quisimos hacerlo algunas veces”, interrumpe Betty. “Tuvimos muchas peleas, pero ninguna como para separarnos”, agrega.
Pero, a pesar de haber tenido algunos roces, parecen haber limado asperezas. “Ahora es todo paz”, dice Betty, mientras le toca la espalda a su marido. Ella argumenta que no hay ningún secreto para estar juntos durante tanto tiempo. “Sólo aconsejaría que no dejen que las quejas se conviertan en enojos. Tolerancia y respeto. Y tenés que querer al otro. Morrie nunca usa la palabra amor; yo sí, pero sus acciones sí lo demuestran y eso es lo importante”.
“Para mí, el amor es posesivo; es controlador y demandante. La palabra que usaría en su lugar es cuidar. Vos te preocupás por las personas que tenés a tu alrededor y tiene un significado más profundo. Amor es una palabra esotérica, que la gente utiliza para definir muchas cosas, como amo jugar al fútbol. Yo abrazo a Betty constantemente, la beso y la cuido con todo mi ser”, se explaya Morrie, y agrega que el día que la conoció fue el más afortunado de su vida.
Se conocieron en Nueva York en el año 1938, en el casamiento del primo de Betty. Betty estaba sentada a su izquierda y a su derecha estaba Rose Lebovsky, “una chica muy linda, sofisticada y de familia adinerada. Cuando Betty me preguntó por qué la elegí a ella le respondí porque vos comiste menos, bromea Morrie.
Los amigos de Betty no confiaban en Morrie, un maquinista que había crecido en Harlem. Sin embargo, ella dejó que la alcanzara a su casa en Queens una vez que terminó la boda. Y ahí comenzó toda esta historia.
“El era muy buen mozo, con el pelo negro y enrulado. En una de nuestras primeras citas, su auto se rompió y él lo arregló tranquilo y sin chistar, a diferencia de otros hombres que había conocido. Yo estaba embelesada”, cuenta Betty con los ojos brillosos.
Las salidas no duraron mucho tiempo. Morrie quería volver a California, donde había estado con amigos de viaje, porque se enamoró del clima cálido y la atmósfera relajada. Simplemente le pidió que lo acompañara, y ella no dudó.
Le envió el dinero para pagar el pasaje de micro y la fue a buscar a la terminal de Los Ángeles. Encontraron un rabino, hicieron una ceremonia simple y se rieron porque habían comprado los anillos en un supermercado con el poco dinero que tenían.
Para Betty, envejecer implicó una pérdida grande de energía: “Ya no camino tan bien y a veces me confundo. Morrie usa un scooter y no puede perdonar a los médicos por no dejarlo manejar más”, dice ella. Pero siguen saliendo a desayunar y disfrutan de sentarse en el exterior de un café, sintiendo los rayos de sol y mirando a los niños jugar.
“Vivimos una vida larga y plena”, reflexiona Morrie. “Nunca nos aburrimos. Siempre estuvimos ocupados con el trabajo, la fotografía o los viajes. Y siempre hay un nuevo libro para leer. A veces digo: hay tanto para hacer, no tengo tiempo para morir, añade.