Comenzamos el año y los secretos de amigas que son muchos. En la última entrega de 2016 conté la experiencia de mi amiga Aurora en Bahía de San Salvador. Ahora quiero hundirme en la historia de Emma G, una conocida mía y conocida escritora, muy traducida y exitosa.
Emma es amiga de mi amigo Fernando. O, más bien, tuvieron un romance que no prosperó, quién sabe por qué. Quizá haya sido por el secreto de ella. Por haberlo sabido, él perdió atracción, pero continuó la amistad. Y, por parte de ella, creo que siente hacia los hombres una desconfianza inquebrantable. Y me pregunto: ¿Después de saber aquello, seguí percibiéndola igual?
Yo la conocí ya muy repuesta. En ese momento estaba presentando uno de sus libros, que iba a ser un éxito, y que lo fue. Hubo en el evento una cantante y una banda de música, un ambiente festivo, todos tenían ganas de conocerla y leerla. Fui a saludarla y ella dijo conocerme a mí, que había leído mis cuentos, y yo florecí como una margarita. Después se formó un grupo de amigos que salíamos, íbamos a sesiones de cine club, a vernissages, a presentaciones, a cenar y salir, salir. El país se había repuesto de la caída del 2001, bueno, ya era el año 2004 ó 2005, y había efusión y arte en las calles. En el grupo éramos Fernando, Leopoldo, Agnes, Emma, yo. También se incorporaban otros amigos de amigos, claro. Era y es gente mayor que yo, con la vida cumplida, con nietos, carreras profesionales, todos cerrando historias pasadas y abriendo otras nuevas y yo, con mis cuarenta estrenándose, seguía remando en alta mar. Emma tenía la voz grave y unos ojos celeste cielo con mirada distante. Una vez le halagué el pelo. Lo tenía vaporoso, brillante, de un rubio artificial que le quedaba bien. Ella agrandó las pupilas y me dijo: ¿El pelo te gusta? ¿En serio?
– Sí, Emma, me encanta. Tiene movimiento.
Ahí yo sentí que mi comentario era raro y que ella ocultaba algo. Pero fue un instante. Seguimos después juntas, tomamos un taxi y fuimos a la casa de Leopoldo, que inauguraba casa nueva en Palermo. Fue un sushi multitudinario con mucho vino blanco. Después la seguimos en la calle. En las callecitas de ese barrio que, a la noche, te permite deambular por el empedrado. ¡Ah, si Buenos Aires fuera toda así, antigua y libre de controles! Porque, bueno, la noche, la noche después de la medianoche, el vino, sobre todo el vino, el barrio viejo con la brisa de octubre, todo eso liberó a Fernando para poder contármelo. Ibamos bajando por la calle Gurruchaga, él y yo solos, el resto del grupo se había quedado en un barcito. Ibamos a un kiosco a comprar cigarrillos, lo acompañé y me lo contó. ¿Por qué eligió ese momento para contármelo? Creo que porque yo le pregunté algo así como que por qué habían cortado. Y él me dijo que se sentía culposo, que después de todo ella, Emma, era una víctima. Y que a veces a las víctimas se las rechaza injustamente. Pero él no la rechazaba. Al contrario, la quería y hasta la admiraba más. A mí me pasó lo mismo después de saberlo. La admiré. Aunque ver a la misma persona luego de saber de su padecimiento nos altera su imagen. Emma no era la misma para mí después de lo que supe de ella. Para Fernando tampoco. En las tres cuadras que hicimos hasta el kiosco me lo contó. Me aclaró primero que su pelo era una peluca francesa carísima y que por eso parecía natural. Que las tetas también habían costado muchísimo, pero ya estaba todo bien curado, que fue un cáncer de mama agarrado a tiempo y bien tratado. Lo otro era peor.
Emma se casó muy jovencita, mientras hacía la carrera de letras. Tuvo una nena con su primer marido. Dejó la facultad, la retomó con la chiquita Romina de tres años y se recibió. Escribió cuentos, ganó concursos. Al poco tiempo enviudó y dos años después se casó con un italiano, un pintor que exponía en Buenos Aires. Con él empezó a animarse al género novela, pero estos son detalles que no hacen. El pintor viajaba mucho. Ella viajaba con él. Ella con él conoció el éxito, los premios, las traducciones, las ventas. También él se hizo famoso y prestigioso. Y se querían. Y estaba la hija de ella. Romina tenía y tiene, los ojos como su mamá. Y una timidez extraña. En su adolescencia, Romina lloraba de golpe y se consolaba de golpe. Tenía pataletas repentinas seguidas de silencio. Emma pensó que era por ella, que le había prestado poca atención por sus viajes y la mandó a una psicóloga. La vida continuó. Romina se fue tranquilizando. Se recibió de asistente social. Es una chica con una vocación muy profunda. Hizo después el profesorado para niños sordomudos y trabaja mucho. Se casó, tuvo un bebé y se separó.
Ahí Fernando hizo un silencio y me dijo:
– El marido de Emma fue amante de la hija desde los trece a los diecisiete años.
Me caí. Me senté en el cordón de la vereda. Fer se sentó conmigo. Nos quedamos unos minutos en silencio. Creo que se nos pasó el efecto del vino. Nos quedamos un rato mirando el empedrado, los yuyitos verdes que afloran y subsisten.
Nos levantamos después y fuimos hasta el barcito con los amigos. Estaban todos con cerveza. Yo pensé en la mezcla que hacía con vino y no quise. La vi a Emma viéndose, contando anécdotas. ¿Ella sabría que yo sabía? ¡Y los demás? ¿Con quién compartía el secreto? Hablaba sin parar. Para mí ella se recortaba del grupo. Para mí, estaba rodeada por un aura. Yo lo sabía todo sobre ella, porque ese secreto horrible era todo. Hubiera querido que ella hubiera sabido en ese momento que yo ya sabía. Sabía lo de ella. Y hubiera querido que todos lo supieran como lo supe yo.
Por otras personas, sé que ella lo está contando. Que hizo mucha terapia y que hasta hizo la denuncia. La Justicia es lenta. El pintor italiano volvió a casarse con otra mujer madre de una niña púber. Porque la Justicia es lenta.
Emma lo cuenta a sus amigas sin quitarle gravedad. Las palabras desmigajan las pataletas de Romina. Las palabras alivian, despliegan.