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VIERNES 04.10.2024
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Mi receta

Luego de días intensos, lo más fecundo, al decir de los opinólogos del bienestar, es sumergirse en ocupaciones distractoras. Algunos temas y actividades habían capturado mi mente y bañado de cansancio mi mediana contextura física. El efecto más doloroso fue que por unas jornadas no abrí un libro. En realidad tuve en mis manos varios, pero el agotamiento impidió que los leyera. Recuperado ya, comencé una nouvelle policial, a la cual recurrí por dos razones: el prestigio de sus autores y la brevedad de su extensión (unas 150 páginas).

He comentado y escrito en esta columna, en muchas ocasiones, mi admiración por Adolfo Bioy Casares (1914 -1999). Su obra, atravesada por una imaginación prodigiosa, además de placer estético, me genera una estima a destiempo, cuyo origen es el deseo de haberlo conocido y frecuentado.

Siempre que viajo a Buenos Aires tengo la tentación de doblar y tomar el camino a Pardo (Partido de Las Flores), donde ABC vivió unos años, intentando administrar un campo familiar, Rincón Viejo. Fue allí, en donde también compartió años de su vida con otra extraordinaria escritora argentina, Silvina Ocampo (1903 -1993). “Se los conoció como los Bioy, una entidad de dos cabezas en la que él era la amabilidad, la corrección, el talento inteligente y Silvina la extravagancia, la gracia, la literatura riesgosa.

Vivieron la mayor parte de sus vidas adultas en el magnífico departamento de la calle Posadas. Pasaban los veranos en Villa Silvina, la casa de Mar del Plata, justo enfrente a la de Victoria Ocampo. Eran rutinarios, austeros, discretos. No hacían fiestas ni daban grandes comidas: apenas invitaban, por la noche, a pequeños seleccionados de amigos que casi siempre incluían a Borges. Viajaban poco y, como pareja, siempre en barco: Silvina Ocampo nunca se subió a un avión.

Se acostaban temprano: a Bioy lo deprimía trasnochar. Iban al cine…”, cuenta la escritora argentina Mariana Enríquez.  Este matrimonio, que compartía el amor por el campo, los caballos, los perros y la literatura, produjo solo una obra escrita a cuatro manos. “No es fácil distinguir en todo momento quién escribió un párrafo o un capítulo, o tan sólo una palabra, sin embargo, algunas frases parecen provenir de ambos, como si los enamorados se dieran cita en la historia que van a inventar.

Se me ocurre que una de ellas podría ser: El sueño es nuestra cotidiana práctica de locura. En el momento de enloquecer diremos: ’este mundo me es familiar. Lo he visitado en casi todas las noches de mi vida. Por eso, cuando creemos soñar y estamos despiertos, sentimos un vértigo en la razón…’, escribe Silvia Hopenhayn sobre el proceso creativo de la novela titulada “Los que aman odian” (1946).

Ambientada en la costa bonaerense, por lo que se intuye de las referencias que se deslizan en sus páginas, el lector puede pensar en la zona de Ostende como el lugar preciso en donde se desenvuelve la historia. La trama obedece a la fórmula del policial clásico de Agatha Christie: un grupo de personas que por diversas razones se encuentra reunida, en este caso en un  hotel (Hotel Central en la villa balnearia ficticia Bosque del Mar), en jornadas donde asola una tormenta de lluvia y arena (“…penetramos en una turbia claridad, que parecía desprovista de fondo y de cielo, entre ráfagas y espirales de arena…”) y donde se comete un crimen por envenenamiento. Los personajes, siguiendo el esquema de la Dama del Crimen, son presentados y barnizados por los autores, con una capa de sospecha.

Se descubre una cierta ironía y juego humorístico en la narración, características que atraviesan los capítulos de una historia llena de citas y referencias literarias. Por ejemplo, el protagonista, médico y aficionado a la literatura, decide relatar los acontecimientos que protagoniza por causas un tanto pueriles. “…En cuanto a mí, he redactado las páginas que se han leído, porque algunas amigas de mi madre -las únicas amigas que tengo- quisieron que mi actuación en la pesquisa quedara documentada…”.

Una nota aparte: aparece nombrado Claromecó y, de una de las protagonistas, se hace mención a su infancia en Tres Arroyos. Dos buenas excusas para al menos leer la novela y satisfacer nuestro ego telúrico bien justificado en este caso.

“…La escribimos en Mar del Plata, en poco más de un mes, algo insólito para mi lentitud. Nunca más me volvió a pasar una cosa parecida. Nosotros nos quedábamos en Mar del Plata hasta el final del verano, cuando ya no había casi nadie, y en el final de la estación empezamos y terminamos la novela…”.

Crimen, mar, tormentas, relaciones tumultuosas, el sol, un cielo diáfano asolado por nubes rebeldes y una silla en el jardín. Mi receta particular para sofocar el cansancio emotivo.

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