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Costumbres de la época colonial

Las costumbres de la Gran Aldea eran, más que sencillas, simples. Los cronistas de la época se referían con especial interés a aquellos famosos baños en el río, que tomaban tanto hombres como mujeres, previa bendición de las aguas, que hacían los franciscanos el 4 de octubre, los recoletos el 12, día de la Virgen del Pilar y los dominicos el 8 de diciembre, día  de la Inmaculada Concepción.

En el bajo llamado de Las Catalinas, hoy rodeado de inmensos edificios de oficinas y hoteles de primera línea, preferido en ese entonces por el público de “buen tono”, se solían llevar a cabo esos baños, tanto de mañana como de tarde.

No era raro ver grupos de personas bañándose, convenientemente separados, los caballeros de las damas. Generalmente, las damas y las niñas se bañaban una vez puesto el sol, dejando las ropas en la orilla, al cuidado de los esclavos que llevaban faroles para alumbrarse al regreso, regreso que se hacía según un cronista de la época, “cubriéndose con sábanas”, y en caravanas “acosadas por los ladridos de los perros”, que creerían ver, sin dudas, fantasmas.

Resulta divertido leer la referencia que del baño caseros da un escritor que rememora minuciosamente las costumbres y usos de la Gran Aldea. Dice al respecto:

“La carencia absoluta de cuartos de baño en las casas, limitadas a una tina de cinc o tinajas grandes en las pudientes y a medias bordelesas en la demás, unidas a las dificultades del baldeo y de los aguateros, hacía que en las casas de familia se establecieran rigurosos turnos para el baño, excluyendo por completo el uso del jabón, comenzando la señora, después el esposo, continuando las hijas mujeres, después los varones y por último el servicio, y para que nada se perdiera, el agua del baño serviría para regar las plantas. Por eso los baños en el río se esperaban como un placer y una necesidad”. Está todo dicho.

Las lecturas de las mujeres de la colonial aldea no eran ni podían ser muy avanzadas: apenas si “Los tres mosqueros”, “Los amantes de Teruel”, “Oscar y Amanda” y alguna que otra novela de parecida trama e igual romance desgarrador y tierno.

“Las mujeres, -dice un cronista- no pensaban en pintarse los labios ni en teñirse el pelo”. Y el mismo cronista se pregunta: “¿Fumaban las mujeres de entonces? Y la respuesta es: Sí fumaban pero no en público. Parece ser que era cosa frecuente que a la llegada de una visita a uno de esos señoriales patios de entonces, donde sabían estar reunidas por las tardes todas las damas de una familia, se notara en el aire el inconfundible olor del humo de tabaco. Observando bien, poco se tardaba en descubrir a la criadita negra que con una pantalla o con una tela cualquiera trataba de remover el aire procuraba “ahuyentar” el perfume comprometedor de los “pitillos”.

También era una costumbre en esos felices y tranquilos tiempos salir a dar serenatas… con el piano a cuestas. Se contrataba a un fortacho cargador para que transportara el voluminoso instrumento, y una vez llegados frente a la casa de la bella, se instalaba el piano en la vereda y en seguida tomaba asiento en el banquito el ejecutante y la calle se llenaba de arpegios, sostenidos y bemoles.

En las noches de invierno, en el interior de los hogares, se hacían “juegos de prenda y de ingenio”, se tiraban las cédulas de San Juan (si era la fecha), se jugaba a las penitencias, etc., mientras las señoras ancianas, apartadas del grupo, tomaban mate y hablaban de lo que todavía se habla en iguales circunstancias: del tiempo, del frío, de muertes, de enfermedades y de amoríos…

“Como las chimeneas eran entonces completamente desconocidas”, anota el cronista, “y las estufas también, cada señora tenía un pequeño brasero hecho a propósito para su comodidad con un enrejado con carbón encendido: era una especie de escabel”. Se dice que tales braseros eran -en ocasiones- rociados con perfumes, benjuí o incienso, o también se les colocaba una olla con agua y cuando esta hervía se le arrojaban hojas de eucalipto.

Un elogio para la mujer de entonces, refiere que era corriente que cuando un caballero en la calle dirigía un piropo a una niña a quien no conocía, ésta –siempre que el piropo fuese espiritual, se entiende- se volvía graciosamente y contestaba: “Gracias, señor…”.

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