El almanaque se deshojó tan rápido que no puedo salir de mi asombro. Pasaron 44 años ya desde aquella tarde de 1973 cuando, recién regresado de más de un año de “colimba”, desandé por primera vez los inolvidables pasillos de la vieja casona de calle Colón. Es que don Vicente Bianchi, secretario del gremio gráfico por ese entonces, había llegado hasta mi casa para darme la grata nueva: tenía que presentarme en el taller para cubrir una vacante transitoria en el sector de tipografía.
Y allí comenzó la historia. Mi historia. En definitiva, nuestra historia en común. Me dijeron algo así como “aquí el que se porta bien, no se va más”. Y yo creo que me porté bien, porque no me fui más. Al menos sé que le puse garra, traté de dar lo mejor de mí y de conocer cada uno de tus rincones. Así, con poco -casi nada- de conocimiento y mucha voluntad, poco después del Mundial 78 pasé del taller a la redacción. Ingresé a la actividad periodística por la puerta de deportes y recorrí distintas secciones, mientras en forma paralela me asomaba al atrapante mundo de la diagramación y el diseño. Así, con el traslado a la actual casa de la avenida San Martín, tuve el privilegio de ser parte de cambios fundamentales por el avance de la tecnología.
Pero claro que el gran mérito fue tuyo, mi viejo y amado “pasquín”. Porque tus directores de las últimas cuatro décadas, vaya uno a saber por qué, me dieron su confianza y hasta me dignificaron con un cargo que atesoraré para siempre. Porque pusiste en mi camino a tipos extraordinarios como don Antonio Maciel, Mario Ceriani, Angel Bernasconi y Enzo Petrini; a periodistas de la talla de los Alberto Maciel (padre e hijo), Hugo Pérez y Mario Pedroza, entre tantos otros, quienes lidiaron con mi ignorancia llevándome literalmente de la mano por la difícil tarea de informar. Porque fuiste el secundario y la universidad que no tuve. Porque significaste un poco mi novia, un poco mi padre y un poco mi hijo. Porque me diste una montaña de satisfacciones y algunas amarguras (se trabaja jugando con el error, pero cuando se comete, duele).
Gracias a vos conocí gente y mundo. Recorrí caminos y edifiqué un hogar…
Hoy me despido sin tristeza, con la certeza de que no quedan cuentas pendientes. Te di mucho, recibí más. En los estantes de tu imponente biblioteca, quedan algunas cosas mías, es cierto, pero como contrapartida, dentro mío quedan muchas cosas tuyas. Siento que hicimos un lindo y largo camino juntos. Por eso, quizás en definitiva ya no nos separaremos jamás, más allá de que hoy la jubilación y el tan añorado descanso me obliguen a darle paso a otra etapa. Dentro de unos días cumplirás 115 años, de los cuales, 44 los vivimos codo a codo. Por eso, querido La Voz de cada mañana, me voy a permitir extrañarte siempre. Y nunca voy a dejar de darte las gracias por tanto.