Julian Fellowes (1949) tiene un nombre propio de un típico descendiente de la nobleza que administró las colonias británicas de ultramar: Julian Alexander Kitchener-Fellowes, Baron Fellowes of West Stafford. Y, por si esto fuera poco, para sumergirlo más en el exótico y cruel mundo de los imperios europeos, nació en El Cairo. Egresado del Magdalene College de la Universidad de Cambridge, Fellowes parece reunir las cualidades de origen de esos personajes de novela que abandonan el laconismo del campo inglés, a veces salpicado por la furia mercantil y la avaricia política de un Londres imperial, para aventurarse en los confines del mundo, llevando como mandato imponer la civilización europea. Pero éstas son sólo imaginaciones mías. Pero piénselo un poco, trasládese a la India de comienzos de siglo XX o más al oeste, sitúese en África del Sur y componga una imagen. Un cielo despejado, un tórrido sol africano, un barco a vapor con un nombre novelesco y pasajeros que bajan vestidos con prendas de lino blancas, damas con sombreros y personal de servicio con paraguas para contener el sol y su acción sobre la cabeza de funcionarios que llegan a imponer el mundo inglés a una parte del continente que vio nacer al primer antepasado nuestro, más al norte, en Kenia.
Su nombre está asociado a éxitos de cine y televisión contemporáneos, especialmente a dos: el film Gosford Park (2001), dirigido por el gran Robert Altman, y la extraordinaria serie Downton Abbey (2010-2015). Novelista, actor, escritor, guionista, director y político conservador, su talento creativo lo llevo a ganar un Oscar como guionista de la película de Altman.
El largometraje y la serie tienen muchas cosas en común, especialmente el ambiente y el tipo de personajes que las protagonizan. Castillos rodeados de un mundo silvestre en donde domina el verde y el colorido de las flores y arbustos que posee la campiña inglesa. Grandes propiedades en las que sus dueños viven de rentas y están vinculados al mundo londinense por negocios, relaciones familiares y sociales. Casonas en donde conviven dos mundos muy específicos: los nobles y el personal de servicio, cuyas vidas se entrecruzan no siempre de la mejor manera, pero teniendo en claro el ámbito que a cada uno le corresponde. Clases bien marcadas, sacudidas en el caso de Gosford Park por un crimen que las atraviesa, las sacude y le da a la historia la genialidad que solo Fellowes puede imprimirle a una historia.
El furor que se vive hoy por las series, tiene un símil con un pasado en donde los diarios publicaban novelas por entregas y los lectores debían esperar a la semana o quincena siguiente para continuar leyendo una historia atrapante. Quizá la velocidad de hoy apacigüe la angustia del serie vidente, pero la lógica parece ser la misma. Y se requieren, para ello, buenos guionistas, que creen una especie de novela visual en donde se mezclen personajes e historias en torno a un relato principal. Desarrollo de personajes, creación de un mundo que tenga consistencia en sí mismo, parecen emparentar a la novela clásica con las actuales temporadas de múltiples historias que provee la TV on demand.
Downton Abbey es un ejemplo notable de ese emparentamiento entre la televisión y los libros. La historia de la familia Crawley, que reside en el condado de Downtown (Yorkshire, Inglaterra), describe el fin del período victoriano y su siguiente Eduardiano, al calor de los cambios políticos y sociales de comienzos del siglo XX. La Primera Guerra Mundial, los cuestionamientos del socialismo, la moda cambiante, la aparición de la radio y los nuevos trabajos van perforando y modificando la vida y costumbres de una familia que se resiste y no, a un mundo en transformación, guionados por la sutil pluma de Fellowes.
“Downton siempre fue una serie optimista, donde la gente es mayormente decente y hace lo mejor que puede, ya viva arriba o abajo”, le dijo su creador a un periodista. Quizá la grandeza de su estilo consista en eso, en no recurrir a lo truculento, pueril y violento para describir un mundo que se está yendo para dar lugar a una sociedad más abierta y democrática.
Acostumbrados a hablar mal de los que son y piensan diferente, a cargar de perjuicios nuestros comentarios, sin reprimir a tiempo nuestra necesidad de hablar para dar lugar al silencio reflexivo, Downton Abbey con su notable ambientación, vestuarios y deliciosos diálogos, aporta esa necesaria cuota de sentido común que nos ayuda a ver detrás del traje, el vestido o las formas, a las personas tal como son.