Las despedidas siempre me resultaron cursis. Están llenas de situaciones comunes y frases muy usadas. A veces pienso que esos momentos harían millonario a quien registrase todo lo que en esas circunstancias se dice. Por ese motivo siempre elegí partir solo, con mis cosas, mis pensamientos y las elucubraciones acerca del lugar de llegada. Las compañías, cuando alguien va a decir adiós, no son para atosigar o malgastar el silencio llenándolo de palabras espantosamente usuales. Están para cruzar una mirada, estrechar una mano o facilitar un abrazo, que nunca es preciso y en donde la intención efusiva es siempre frenada por las timideces del corazón.
Luego de un par de años decidí dejar de encontrarme con ustedes cada quince días. ¿Los motivos? Miles y ninguno, como siempre pasa, cuando alguien concluye algo en la vida. Al menos en la mía.
A los dieciocho años publiqué por primera vez en este diario. Era una carta al lector en relación al 25 de mayo, muy emotiva y entusiasta, como todos los ardores de juventud. Recuerdo que salimos del boliche, compramos La Voz del Pueblo y lo fuimos a leer con un grupo de amigos y amigas al Bar Aristóbulo. Estaba exultante por ver mi nombre e ideas impreso en una hoja. Imaginaba, con una intriga nunca develada, qué opinaría quien la leyera. Luego, y por muchos años, cada tanto enviaba a la redacción algo sobre lo que se me ocurría escribir, siempre encontrando la buena acogida del personal del diario. Debo decir, nobleza obliga, que nunca cambiaron una palabra, nunca corrieron una coma, como tampoco sugirieron sobre la inconveniencia del algún tema.
Hace unos siete años surgió esta columna gracias a Alejandro Vis. Luego, en paralelo, siguieron las entrevistas. Siempre con el apoyo de los directores que fueron pasando y, por último, gracias a Ramona Maciel. Tuve con ellos una relación espléndida. Rara circunstancia, en estos tiempos de tensión mediática, llenos de falsedad, apresuramiento y relajamiento en las formas.
Mientras escribo esto, sobrevuela una imagen en mi interior: un sábado cualquiera en una Buenos Aires estupenda, hablando de libros, política y de lo que conversan los amigos cuando se reúnen. Dentro de ella, me descubro almorzando junto a José Christian Andreasen, amigo también de este diario. Él fue la persona que me enseñó a pensar y me educó en las precisiones del oficio. Nunca estaré a su altura, pero mi pretensión de igualarlo siempre será el estímulo adecuado para dibujar mejor una letra, construir una oración y expresar austera y claramente una idea en español.
A ustedes, estimados lectores, les agradezco sus minutos de lectura, sus comentarios gentiles y sobre todo sus divergencias, cuando las tuvieron y me las pudieron decir, en especial, cuándo lo hicieron personalmente.
Aquí finaliza una historia de años. Pero como ocurre con los libros: al terminarlos nos quedamos con sensaciones diversas que sólo saciamos, eso es lo grandioso, con el comienzo de uno nuevo, con otra trama y personajes diferentes. Los despido con la certeza de encontramos algún día en alguna parte. Adiós amigos.