Por Gregorio Badeni
Hace ya varias décadas que la ineptitud de la clase política nos introdujo en una mediocracia cultural que se proyecta sobre las instituciones republicanas. Las preocupaciones primarias se relacionan con el desarrollo económico, el Estado de Bienestar, la política fiscal, la inflación y otros aspectos materiales que relegan, a un plano secundario, a la salud, la educación y la seguridad. Esa seguridad que acarrea reclamos populares cada vez que es lesionada, involucra entre otros factores al Poder Judicial. Sin una sólida y eficiente estructura judicial y sin jueces probos, no hay seguridad ni República.
En los últimos quince años asistimos a una degradación del Poder Judicial como nunca se registró en nuestra historia constitucional. A punto tal que, la credibilidad que generaba en el pueblo se redujo a casi un 9%. El juez, como personalidad que infundía acatamiento y respeto con su sola presencia, ya no merece esa consideración y con frecuencia es objeto de escraches sociales y críticas muy duras que lo vinculan con la corrupción, el enriquecimiento ilícito, el narcotráfico y el uso del cargo con fines políticos particulares.
Poco o nada se hizo para prevenir semejante situación y menos aún para revertirla acatando un intenso clamor social, como también el de los propios jueces y abogados que no comulgan con aquellas anomalías.
En los dos últimos años tuvimos fundadas esperanzas que se operara un renacimiento judicial. Que al margen de la razonable preocupación por la grave situación económica del país, se expresara en hechos concretos la revitalización institucional de la República mediante el fortalecimiento de la educación pública y la inserción de cuñas culturales que nos permitieran alejarnos de aquella mediocridad e instalarnos en la avanzada del conocimiento. Otro tanto, en el área institucional de la Justicia. Sin embargo el tema no mereció la debida consideración del gobierno, la clase política y hasta los propios jueces. Con la salvedad de reclamos aislados provenientes de los Colegios de Abogados y las convulsivas denuncias periodísticas sobre la presunta ineptitud de algunos jueces, nada se ha hecho para fijar las bases que permitan la reinserción republicana del Poder Judicial.
Todavía estamos a tiempo para concretar una reestructuración de ese órgano de gobierno incrementando su eficiencia, su calidad y su independencia, tal como lo exigen los arts. 108 a 115 de la Constitución, y soslayando los efectos negativos de la reforma constitucional de 1994 en materia judicial. Pero sin una firme decisión del gobierno y de la clase política, coadyuvada por la sensatez de los jueces y abogados, mal se podrá satisfacer la demanda social.
Nada se ha hecho por modificar la ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura forjada en su última versión por Cristina Kirchner. El Consejo fue, maliciosamente, politizado y puesto al servicio del gobierno de turno para seleccionar a los candidatos a jueces excluyendo a aquellos que no compartían las conveniencias gubernamentales. En su integración prevalece el estamento político que define sus decisiones con un criterio extraño a la lucidez jurídica determinando que, a la fecha, estén vacantes casi un tercio de los cargos judiciales en el orden federal y nacional debido a la inoperancia del gobierno y la clase política. Poco o nada interesa su secuela de ineficiencia y lentitud del precario aparato judicial. El Consejo sigue estando integrado en su mayoría por legisladores que fueron elegidos para legislar y por jueces que fueron designados para juzgar. No para ocuparse de la administración del Poder Judicial soslayando sus roles específicos. Precisamente, el art. 114 de la Constitución exige que el Consejo esté integrado por representantes de los estamentos político y judicial. No necesariamente por ellos sino por individuos idóneos que los representen. También lo integran los abogados, aunque su dedicación debe ser exclusiva. Si bien ejerce facultades disciplinarias sobre los jueces, sería bueno permitir que algunas de ellas sean ejercidas por los jueces superiores y la Corte Suprema. Una estructura judicial será endeble si priva de la potestad de aplicar sanciones a su jefatura o al superior inmediato, si desarticula el principio de autoridad y si impide el ejercicio de un control disciplinario razonable.
Tampoco se ha hecho algo para adecuar al siglo XXI las normas que regulan la organización del Poder Judicial y cuya célula madre se remonta a 1958. Esa inoperancia permitió la conformación de sectores judiciales cuyos integrantes están más preocupados por los efectos políticos de sus decisiones en función de asegurar su permanencia en los cargos. Con sus resoluciones buscan la complacencia del gobernante de turno, aunque sean endebles sus fundamentos jurídicos. Así, la garantía de presunción de inocencia (art. 18 CN) fue desactivada por los jueces penales de instrucción privando de su libertad a quienes deberían estar libres hasta una eventual condena. Otorgan con generosidad la libertad condicional a los autores de delitos, algunos aberrantes, que vuelven a delinquir incurriendo en homicidios, violaciones, secuestros robos y hurtos que generan fuertes protestas sociales sin su correlato institucional. Falencias incomprensiblemente toleradas por el gobierno y la clase política que, si bien se manifiestan con claridad en el fuero criminal, se extienden a las más variadas áreas de competencia judicial. Todas ellas sujetas a serias sospechas de corrupción, de ineptitud jurídica, donde la acción de una minoría inidónea se proyecta sobre una mayoría desprotegida. Ninguna de estas anomalías es prevenida y sancionada por el Consejo de la Magistratura.
La ética que debe imperar en la vida privada y pública de los jueces, como en la de todos los gobernantes, impone su regulación legal como consecuencia del cargo que asumieron voluntariamente con la carga republicana que conlleva. Los 45 días anuales de vacaciones que disfrutan los integrantes del Poder Judicial es un privilegio que no se compadece con el principio de excelencia, y que acarrea una cuota del desprestigio social, a pesar de la conformidad de los abogados por el beneficio que ello les trae aparejado. Otro tanto la tenaz negativa de tributar el impuesto a las ganancias. Recordemos que, en 1920 la Suprema Corte de los Estados Unidos proclamó la inconstitucionalidad de ese tributo en el caso “Evans” y que su doctrina fue invocada por nuestra Corte Suprema en 1936 en el caso “Fisco c/Medina” para asumir igual postura. Posición seriamente cuestionada por prestigiosos juristas como Rafael Bielsa, Segundo V. Linares Quintana, Horacio García Belsunce y Germán Bidart Campos. Ahora bien, en 1939 la Corte de los Estados Unidos rectificó su doctrina en el caso “O¨Malley” y los jueces tributan impuestos sobre sus ingresos en salvaguarda del principio de igualdad y de su deber de participar en el costo del mantenimiento institucional. Nuestra Corte, en cambio, se aferró al criterio que había adoptado invocando el precedente del país del norte que fue abandonado. Las leyes sancionadas incluyendo a los jueces entre los sujetos pasivos del impuesto a las ganancias sobre sus remuneraciones fueron sistemáticamente rechazadas por la Corte Suprema a pesar de ser muchos los jueces inferiores que estuvieron dispuestos a cumplir con las normas de un Estado de Derecho.
La decadencia del Poder Judicial, en todos sus aspectos, puede ser revertida si se quiere y si se sabe cómo hacerlo. No a través de meras declaraciones carentes de consistencia, continuidad y realismo. No es un juego de niños sino una función institucional de la cual depende la subsistencia de un sistema republicano acorde con las necesidades sociales y la era del conocimiento que caracterizan al siglo XXI.