Por Juan Francisco Risso
¿Les he hablado de mi blog? Hace unos años que lo vengo preparando. Esto es un pedazo de algo que publiqué en el año 2012. Era el prólogo de una crítica a Sandra González, abogada de Adecua, una asociación de consumidores. Armó algo bien armadito. Muy bien armadito, pero…
Dejémoslo así. Recuerden que se escribió en 2012.
Dejémoslo así. Recuerden que se escribió en 2012.
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¿La perfección? A ver. Se ha dicho, por ejemplo, que lo perfecto es enemigo de lo bueno. Puede ser. Alguien menos técnico -y más politizado- ha dicho también que la perfección es fascista. También puede ser. Es esta, la del fascismo, una acusación muy en boga. Pero el telón de fondo muestra -siempre- que la perfección no existe. O que no está al alcance de los simples mortales. Yo, modestamente, discrepo.
Cierto: no he logrado concebirla yo mismo. Aún. Pero la he visto surgir de las manos de otros. De la inventiva de otros. Curiosamente, estos individuos han estado lejos de aparecer como perfectos ellos mismos, aunque esta apreciación quedará, quizá, transferida al cristal con que se los mire. No sé, cada cual dirá.
Fernand Legros, nacido en Egipto en 1931 y fallecido en 1983. Con sus movimientos de anguila empezó consiguiendo la ciudadanía estadounidense, y tantas otras cosas. Tuvo fluidos contactos con la CIA. Amigo de Marilyn Monroe y de Edith Piaf, por mencionar dos. Eran muchos más, igualmente famosos. La Piaf animaba sus fiestas. Sus influencias llegaron hasta Buenos Aires, por ejemplo, donde fue condecorado por la llamada Revolución Libertadora, aunque no recuerdo la razón argüida.
Profesión: marchand. Vendedor de cuadros. Falsificador, dirán otros. Estafador. Pero el mundo de los cuadros es como el mundo de los vinos: a la hora de la verdad nadie diferencia una cosa de otra. La viuda de un pintor fallecido puede autenticar un cuadro atribuido a su marido sin llegar a advertir que es falso. Con la mejor fe. Y la nave va. Legros simplemente había captado todo esto, y se movía con su estilo de anguila viva. Vean esto.
Nuestro marchand se apersona en una galería con un par de cuadros -se dice que falsos-, y los ofrece. ¿Precio? Un millón de dólares. Por ambos. Pero no se apuren, les dice. Yo debo viajar a Japón. Tengan los cuadros, examínenlos, y a la vuelta conversamos. Un caballero de espíritu liberal. Un gusto negociar con alguien así, pensaría el galerista. Adiós. Nos vemos.
Unos días después se apersona en la misma galería un joven de muy buena presencia, incluyendo un Rolls Royce. Solicita ver cuadros así o asá, y en algún momento le muestran los de Legros. Le interesan. Los examina y queda satisfecho. ¿Precio? “Tres millones”, dice el galerista. El joven manifiesta representar a un millonario de Texas, y entrega treinta mil dólares como seña, por ambos cuadros. En Japón, Legros recibe un telegrama del galerista: le compra sus cuadros, el negocio está hecho. Puede pasar a buscar su millón. Y pasa. Cobra. Y ambas partes se muestran contentas. Me firma el recibito. Gracias.
Esta operación se hizo antes de 1983. Y se dice que el galerista aún espera al millonario texano. Por lo demás, que un comprador pierda la seña no es novedad. Ni delito. Y quizá tampoco lo sea que Legros y el joven del Rolls Royce descorcharan champagne del mejor.
Ya he contado aquello del Renoir falsificado. Para quienes no lo recuerden: hizo también falsificar un Renoir. Y quedó satisfecho con la obra. “Bueno, fírmelo”, dijo al pintor. “Pero con su nombre”, indicó. Obviamente, el pintor se disponía a falsificar también la firma de Renoir. “No, no, su nombre”. Supongo que finalmente el pintor se encogió de hombros y estampó su nombre, José Fernández, pongamos. Cuadro firmado, envuelto y pagado. Allá va Legros con su José Fernández bajo el brazo.
Segundo acto: lo manda a Gran Bretaña. El José Fernández está en la aduana. Un funcionario aduanero recibe un llamado anónimo: “Hay un tipo que quiere introducir un Renoir, pero le puso José Fernández. Tengan cuidado. Click”. Aduaneros mirando el cuadro y rascándose la cabeza. Aduanero que llama a un experto. Vienen varios. Conversan, menean la cabeza, señalan detalles. Y el veredicto final: es un Renoir auténtico. Tercer acto: Legros que viene a retirar su José Fernández, inocentemente. Lo retan, le dicen que en Gran Bretaña no son tontos, y le aplican una multa, que el infractor paga con un suspiro. Estaba ingresando un bien de mayor valor que el declarado, de allí la multa.
Pero la noticia, por alguna razón, trasciende a la prensa. Todos lo saben ya. Ahora Legros lleva un auténtico Renoir bajo el brazo. Y no llego a imaginar la fortuna que habrá pagado algún coleccionista británico por ese cuadro ahora famoso, y cuya autenticidad aparece indubitable. Y la fama es mucho en el valor de un cuadro.
Díganme ustedes. En el primer caso, dejó dos cuadros a un galerista y fijó un precio. Sólo eso. Y el galerista intentó ganarse dos millones con un pasamanos. Esos serían los hechos. En el segundo caso, los expertos británicos afirman que el Renoir es auténtico. Sólo eso. Dirán esto o aquello de uno u otro caso, y yo siempre agregaré: “…pero es perfecto”. Si se probaran todos los pasos, quedaría probado el delito de estafa. De hecho, en alguna oportunidad, Legros purgó condena. Pero no por esto, que yo sepa. Y sería muy lógico, por ejemplo, que en un juicio el joven que representaba al millonario tejano se negara a revelar la identidad de su principal. Tendría justificativos, y ello abriría un mar de dudas. Adiós proceso. Y qué decir del dictamen de los expertos británicos… Por lo normal, estos casos no se denuncian. Se les echa un manto.
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Y aquí empezaba a pegarle a Sandra González, abogada, seriecita, referente de Adecua, la entidad de consumidores. Completaba su buena imagen con unos lentes de oficinista y también enfrentándose duramente a Guillermo Moreno. Los consumidores miraban por sus ojos. Pero… guarda: le formaron causa penal. ¿Por qué? Pues… cualquier año de estos sale mi blog. Abrazo.