Por Valentina Pereyra
Tenía su soledad encarnada y por más que quisiera, no la podía extirpar. No eligió ese estado, amaba la compañía, compartir con alguien el abrazo.
Desde que enviudó tenía el mismo ritual, miraba sin ver detrás de su ventana cómo el mundo vivía, y esperaba ansiosa que sonara el timbre de su teléfono fijo.
Puso el mate sobre la mesa, la pava arriba de la hornalla y eligió una de las cascaritas de naranja que secó la noche anterior. Volcó la yerba en diagonal como vio que hacían las especialistas en la televisión y la mojó apenas con un chorrito de agua, introdujo la bombilla y se sentó frente al ventanal que da a la calle.
La segunda cebada ya no daba para más, pero siguió para quedar más cerca de la media mañana y empezar con los preparativos para el almuerzo. Luego del tecito de las tres de la tarde seguía “Avenida Brasil”, la telenovela brasilera que miraba por Telefe. Revisaba la pantalla del celular, se reía con las fotos y mensajes que subían al grupo familiar y volvía a pensar en la cena. Cerraba las persianas, se ponía el pijama, apagaba las luces y se metía sin preámbulos a la cama para volver a empezar al siguiente día.
La jubilación le regaló tiempo, espacio para hacer todo lo que postergó por distintas razones, y la certeza de que estaba sola. Mantenía charlas banales con sus vecinas sobre la inflación, o el último anuncio de aumento a los jubilados, se intercambiaban recetas que jamás haría y, esperaba que su vecino pasara como todas las mañanas.
Roberto vivía a dos casas de la suya desde hace cincuenta años, solía tocarle el timbre cuando hacía frío y se ofrecía para traerle sus mandados, le alcanzaba el diario que el canillita dejaba en el buzón de entrada, lejos de su puerta, cuando iba a la farmacia se llevaba su receta para comprarle los remedios del mes, le podaba las rosas del jardín para que no se pinchara cuando regaba, colgaba la enredadera del paredón cuando el viento la tiraba abajo.
Roberto vivía a dos casas de la suya desde hace cincuenta años, solía tocarle el timbre cuando hacía frío y se ofrecía para traerle sus mandados, le alcanzaba el diario que el canillita dejaba en el buzón de entrada, lejos de su puerta, cuando iba a la farmacia se llevaba su receta para comprarle los remedios del mes, le podaba las rosas del jardín para que no se pinchara cuando regaba, colgaba la enredadera del paredón cuando el viento la tiraba abajo.
Se despertó al amanecer que en invierno es gris, por las hendijas de la ventana de su cuarto se colaba la luz del foco del alumbrado público que se fundía con el último suspiro de luna antes de que cante el gallo. Se sentó en el borde de la cama anticipándose al despertador y suspiró. Se calzó las pantuflas de paño negras y salió rumbo a la cocina para empezar con el ritual de todas las mañanas. Sacó la hojita del almanaque, la giró para leer la frase de cada día, “Un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad”.
Repasó esas palabras algunas veces más y las vistió con recuerdos de adolescencia, como el de su abuelo moviendo la antena del televisor de un lado al otro hasta lograr que la pantalla irradiara una imagen llena de puntitos que adivinaban un terreno lunar. La magia que los trasportó hasta el infinito y más allá.
Un golpe seco la despabiló, corrió la cortina de la cocina, una silueta recortada por la neblina del mes de julio se acercaba después de atravesar la puertita de la reja.
Acomodó como pudo el matelassé arrugado de su desabillé floreado y con la mano se tironeó el cabello rastrillando sus canas. Reconoció las rosas del jardín de Roberto que suspendían de las manos de su vecino envueltas en un ramo y atrás, la sonrisa de su amigo.