Experiencias
(Por Juan Francisco Risso)
Admito que deseaba una existencia viviendo experiencias más o menos interesantes. De ahí que al recibirme ya me negaba a vestirme “como abogado” porque me hubiese sentido un “hombre sándwich” que pregona “yo soy abogado” mientras va por la calle. Con ese plan, el día que alguien nace ya puede morir, ahorrándose entretanto un montón de molestias. Por supuesto, cuando tenía un juicio oral y con público corría a comprar cinco o seis corbatas bien a la moda. Ante Garmaz ya era historia.
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“La única aventura que nos queda a los hombres son las mujeres” rezongaba un amigo, bueno… póngale machista, algo mayor que yo, quejándose del camino que tomaba la civilización. En su imaginario, whisky en mano, vería una horda de vikingos desembarcando frenéticamente de un drakkar, quizá sentía el peso de su espada en la mano, no sé. Pero les diré. Cuando un novio/esposo celoso me llevaba media cabeza, aventura en puerta, y con cierto peligro. Cuando la media cabeza la llevaba yo, aventurilla sin importancia. Y eso era todo. Diríase que mi amigo llevaba la razón.
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Distinto fue aquel atardecer mientras navegábamos el Pacífico frente a la costa chilena en la Motonave Donizetti, de Génova (como todos los Risso, que también somos de allí). De hecho el comisario de a bordo se sorprendió cuando le entregué mi pasaporte en el puerto de Colón, del lado del Atlántico, antes de cruzar el canal. Pero sigamos navegando el Pacífico.
Tras algunos días el mar se empezó a picar, mientras anochecía, la luz disminuía y el rolido de la nave se iba acentuando. Lo sé porque las sillas y las mesas se corrían diez centímetros a la izquierda, y un instante después, diez a la derecha. Luego fueron veinte centímetros, luego treinta, y así. El contrabajista había atado su instrumento desde temprano. Todos se habían ido del salón, y las sillas y mesas ya pasaban todas juntas hasta el fondo, y regresaban con estrépito. Salí a cubierta con un viento no menor a ochenta kilómetros. En un momento veía la costa chilena, que no estaba lejos. Al minuto veía sólo paredes grises, altísimas, al minuto la costa nuevamente…
En el puente de mando el timonel regulaba manualmente la marcha de las hélices, pues hay un momento en que todas quedan en el aire, y tienden a pasarse de vueltas. Yo sentía los ronquidos de la máquina, variando rítmicamente. Estábamos a la altura de Coquimbo, con rumbo a Valparaíso. A esa costa la tenía bien vista. Si naufragábamos y llegábamos a la costa, moríamos allí. Eso pensaba. Es un desierto donde la NASA prueba esos vehículos que luego rodarán en la Luna o Marte.
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Fui rumbeando al Bar Rosa, me senté con otros, cambié de idea de puro nervioso y caminé hacia mi camarote. Un amigo ocasional consideró que debía acompañarme, en el camarote me acosté, él se sentó a mis pies y entre chiste y chiste comenzó a palparme como al descuido. Para no entrar en detalles: el tipo era gay. Eso comenzaba a parecerse a “Extraños en un tren”, obra maestra de Patricia Highsmit. Al segundo intento se dio por vencido y se fue. Dada mi tensión, me desmayé, literalmente. Y así me salvé del infarto.
Porque al parecer, tras mi desmayo arreció la furia del viento, se soltó carga en la bodega y -me dijeron- hubo un crujido “que parecía que el buque se había partido”. Ello motivó que un grupo de pasajeros golpearan en el camarote del capitán, requiriéndole soluciones. Él abrió los brazos y dijo que en navegación esas cosas pasaban y que volvieran a sus camarotes tranquilos. Entretanto yo roncaba. Al día siguiente me enteré de todo ello. Mi desmayo de la noche anterior me hizo pasar por indiferente a esas cosillas. El mar era una laguna soleada. Y ataqué mi desayuno con el mejor humor. Aquí tienen algo distinto a mi quehacer pueblerino.
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Ahora les contaré del día en que me puse blanco durante unos veinticinco minutos aproximadamente. Muy blanco. Pero antes les contaré del fastidio que me producía el actor Robin Williams cuando hacía -años ha- el programa Mork y Mindy, que veían los hijos de un amigo. Antes de los telefonitos, claro. No podía soportarlo, y la TV la ponían a todo volumen, como en los geriátricos.
Luego vi La Sociedad de los Poetas Muertos y mi opinión fue cambiando, aún cuando los films sobre gente buena no son lo mío. Prefiero esos intercambios furiosos de balazos 9 milímetros.
Finalmente algunas lecturas me informaron sobre la buena persona que siempre fue Robin Williams y allí cerré mi debate interno. Aunque siempre le vi expresión de sufriente. En cierto modo prefería no verlo, que me perdone. Que me habría perdonado ¡una buena persona!
De su muerte tengo tres versiones, aquí volcaré la que mayor credibilidad me produce.
Robin Williams sufría una gran depresión, tenía un diagnóstico y la venía peleando. En algún momento -quizá otro médico- le modificó el diagnóstico: tenía otra muy grave enfermedad, que iría avanzando, restándole funciones de la mente, y -en su decurso- en algún momento perdería la razón, redondamente. Se le venía una demencia con cuerpos de Lewy. Vamos a la IA: “Los cuerpos de Lewy son depósitos anormales de una proteína llamada alfa-sinucleína en el cerebro. Estos depósitos alteran las sustancias químicas que controlan el pensamiento, el movimiento, el estado de ánimo y el comportamiento.”
“La demencia con cuerpos de Lewy (DCL) es un trastorno cerebral progresivo que se caracteriza por la presencia de estos depósitos”. Algo así, y no tan raro en personas grandes.
Pero mi caso personal fue que, cansado de un psicólogo que nada lograba por mi bienestar psíquico, decidí consultar a un psiquiatra recién llegado a la ciudad. Tras una entrevista, me recetó un medicamento. Lo adquirí, y de puro aburrido me puse a leer el prospecto. En sus indicaciones decía: “Esto es para los que están del frasco en serio. Punto.” Ahí me puse blanco, pues advertí que estaba loco, como Robín Williams. Y que no me lo decían, obviamente. Ahí empiezan mis veinticinco minutos. Fui hasta la quinta donde habitaba el galeno, me recibió -habrá visto mi rostro demudado- le exhibí el prospecto y le exigí que me batiera la justa. Ahí me paró: él siempre le decía la verdad a sus pacientes. Seguidamente me aclaró que esa droga, además, era un gran ansiolítico. Y remató que con su hermano -psiquiatra- estaban terminando un estudio que comprobaba eso, y que luego venderían al laboratorio a fin de que la droga también pudiese ser vendida como ansiolítico, ergo como pan caliente. Tiempo. Ahí finalizaron los veinticinco minutos. Suspiré para mis adentros. Y me marché.
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Algo así habrá vivido Robin Williams. Ahora entiendo la expresión de su rostro, pues de una larga depresión pasaba a recibir una noticia… terminal. Como le avisaron con tiempo -cosa que, me consta, no siempre sucede- tomó una decisión bastante lógica. Juntó coraje, y ya. En cuanto a mí, fueron veinticinco minutos espantosos, pero ahora sé que se siente en esos casos. Porque como decía un criollo, de los de antes: “…y no se lo digo por esperencia, si no porque me ha pasao”.