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Tres Arroyos, VIERNES 29.03.2024
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El último y peor de los cuentos

Por Elina Amado

Erase una vez, hace algunos años, una familia de cuatro chicuelos con su padre y su madre, viviendo en la zona campestre. No puedo decir érase un reino fabuloso, porque no había allí príncipes encantados que antes fueron sapos. En el lugar del que les hablo iba la vida en una suerte de rutina pastoril muy apacible, sin encantamiento ninguno. 
El canto de gallos madrugadores con el arrullo de los pájaros, despertaban el día. Amanecía entonces, con una sinfonía de ladridos, balidos y mugidos. El sol se elevaba en un cielo muy azul surcado por gaviotas blancas, destacando el verde de los sembradíos. 
La gente de esos lares tenía poca credibilidad para cuestiones mágicas, el campo era idílico, pero real. La vaca daba la leche y no se llamaba Lola, sino simplemente vaca. La gallina era sólo gallina y no se la conocía por Turuleca sino por poner un huevo cada día. Preciado y fresco era oportunamente concedido en el plato de la sopa como el premio al buen portarse. De un amarillo intenso la yema y blanquísima túnica envolvente, la madre lo ubicaba ocupando el centro del plato humeante, frente al crío privilegiado. 
Les cuento que allí el día finalizaba con la puesta del sol y la visión estelar de Venus. Un brillante punto celeste que resplandecía cerca del poniente y al que se conocía como el lucero de la tarde. En el invierno, noches frías y de aire calmo favorecían la transparencia del cielo abriendo una envidiable ventana al cosmos. Millones de estrellas, brillantes la mayoría, titilando apenas las otras más lejanas. La vía láctea atravesaba el firmamento nocturno con su difusa luminosidad. Entonces aquellos niños se arremolinaban junto al joven padre que se tornaba en un entusiasta astrónomo. Y a pedido, narraba bellas historias. De Las Tres Marías, formando el cinturón del mítico Cazador que se enfrentara a Tauro, y hasta de la roja Betelgeuse también en la constelación de Orión. Los pequeños oían extasiados, haciendo muchas preguntas, para las que a veces no había respuestas. Tengan presente que este no es el cuento de un genio que todo lo sabe ni tampoco el de un lugar mágico. 
No se sabía de hadas madrinas y varitas con estrellas para cumplir deseos, pero en cálidas noches de estío, se veían chispitas multicolores. Eran las luciérnagas, un espectáculo alucinante sobre las espigas del trigal. 
Miles de destellos aquí y allí engalanando la oscuridad. Desdichadamente algunas desventuradas terminaban prisioneras emitiendo sus luces en un pequeño frasco de vidrio transparente. Es sabido que los niños no suelen ser muy compasivos. El recipiente era celosamente ocultado y estratégicamente situado bajo las frazadas de la cama, donde pudiera verse hasta que el sueño ganara la batalla. 
Inventar cuentos, pretendiendo cautivar estos chavales, implicaba una tarea difícil. Convivían con la sabiduría de la naturaleza y apreciaban la belleza con que se plasmaba cotidianamente. Respiraban simpleza, aunque no ingenuidad. No cabía fantasear porque prontamente la narración perdía todo interés de los inquietos chiquilines. 
Cierto día, terminado el trabajo, el buen hombre inspirado un poco más que de costumbre, y advirtiendo ya escasez de temáticas se dispuso para el esperado relato. Les anticipó, exclamando con voz grave, que sería este el último cuento ¡El peor de los cuentos! El dictamen propició desde el inicio una atenta escucha. 
Sucedió que hace unos años, sorpresivamente, el mundo se paralizó. 
¿Cómo si jugara a las estatuas? Preguntaron los pequeños casi a coro. 
¡Algo así! Respondió el padre. Las personas dejaron de salir de sus casas, los automóviles de circular y los aviones que vemos en los cielos abandonaron sus vuelos y quedaron en tierra. Los países cerraron sus fronteras y las ciudades se cercaron para que nadie entrara a ellas. 
¿Pero las luciérnagas sí podían pasar, papá? 
¡No había luciérnagas, sólo luces de neón! 
Los ojos desmesuradamente abiertos y el silencio sepulcral indicaban el grado de atención que el narrador conseguía de sus absortos oyentes. 
La gente dejó de abrazarse, y de darse besos y tuvo que taparse la boca y la nariz con una tela como si fuesen hocicos de perros. Se llamaban barbijos y ya no se veían las sonrisas. Se usaban para estar con otras personas. El valor de las miradas cobró en aquel tiempo una inusitada importancia. 
Ocurre que había aparecido no se sabe bien cómo, un enemigo casi invisible que estaba atacando a la humanidad y que acechaba por igual a pobres y ricos, a negros y a blancos, y en todos los países de la tierra. 
¿Y qué pasó después? 
Era imposible adelantarse, sin tener las armas, a pensar en un después. Nadie sabía cuánto tardaría el mundo en ganar la cruzada contra el gigante diminuto. En tanto, los seres humanos hubieron de aprender a vivir en la incertidumbre y con un nuevo paradigma. Se adaptaron a una nueva normalidad, valorando el día a día y aprendiendo a priorizar lo realmente importante. 
La tarde caía. Los niños ya no hacían más preguntas. Se veían pensativos, en ronda junto al calor del fuego del hogar. Este fue sin dudas el último y peor de los cuentos. Mañana no querrían otro.  
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