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El día que hablé con Diego

“Que pruebe Berretta. En una de ésas a él lo atiende”, propuso uno de los jefes del diario Olé una noche de junio de 2002, en pleno Mundial de Corea – Japón. Lo que yo tenía que probar era si Diego Armando Maradona atendía mi llamado y me respondía si iba a viajar para comentar la final del Mundial entre Brasil y Alemania. 

Los japoneses le habían negado la visa un par de meses antes por su adicción a la cocaína y esa noche había surgido el rumor que finalmente le habían otorgado el permiso tras una negociación diplomática. No eran tiempos de redes sociales e Internet lejos estaba todavía de masificarse. Sin nadie confiable en su entorno, no quedaba otra que hablar con él. Pero Diego hacía meses que no atendía a nadie de Olé molesto por alguna publicación. 
El “que pruebe Berretta” tenía un solo sustento: vaya a saber por qué rara casualidad, otros protagonistas del fútbol que estaban peleados con el diario habían respondido a mi llamado. Pero Maradona era Maradona…

– ¿Qué le pregunto si me atiende? 
– Que te diga si va a Japón y quién cree que va a ganar la final. Y si Bielsa tendría que seguir siendo el técnico de la Selección. Y todo lo que se te ocurra.
Ya al marcar el número sentí una electricidad en todo el cuerpo.
Aunque estaba convencido de que no me iba a atender, porque lo habían estado llamando desde hacía casi una hora y nunca respondió, al marcar el número sentí el cosquilleo típico de los nervios. Pero Diego no me dio tiempo de nada, atendió al toque. 
– ¿Quién es? 
– Hola Diego. 
– ¿Quién es?
– Juan Berretta de Olé… 
– ¿Qué pasa fiera? 
– ¿Te vas a Japón a comentar la final? 
– No, no voy. Me quedó acá. 
– …. 
– Fiera estoy entrando al teatro… (y no mentía, se escuchaba un griterío de fondo). 
La conversación no llegó a durar ni 15 segundos, pero para mí fue una eternidad. Para mí fueron 15 segundos conmovedores. Apenas tuve lucidez para hacerle una pregunta. Al escuchar su voz ya me había ido a otro lado, me había sumergido en todos los recuerdos que tenía de él. Y me quedé mudo, literalmente. 
Después de convencer a mis jefes de que Diego me había contestado, tardé un largo rato en volver a acomodar mi cabeza. Como todos los futboleros de más de 40, Maradona siempre estuvo presente en mi vida. Para bien y para mal. Tuve la suerte de verlo jugar en la cancha, con la Selección y, sobre todo, con la camiseta de Boca. Lloré cuando se confirmó que lo suspendían y no podía jugar más el Mundial de Estados Unidos. Lloré el día que volvió a jugar en la Bombonera en 1995. Me arruinó el festejo de mis 18 años: el día de mi cumpleaños, en 1991, lo detuvieron en un departamento del barrio de Caballito por posesión de cocaína. Me hizo el más feliz del mundo con el pase a Caniggia contra Brasil en Italia 90. Y así podría seguir páginas y páginas. 
Todo eso, y más, me invadió cuando me dijo “¿Qué pasa fiera?”
En los últimos 15 años estuve divorciado de Diego. Los escándalos, sus idas y venidas, todo lo que generaba el planeta Maradona me hizo tomar distancia y ya no sentirlo parte de mi vida. 
Hasta ayer. 
Cuando me enteré que se había muerto me di cuenta que nunca nos habíamos separado. 
Por suerte para mí, esos casi 15 segundos con él no me los puede quitar nadie…
 
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