Comenzó su carrera de actor en el circuito teatral independiente, incluso como parte de la cooperativa de trabajo del Teatro del Centro, allá en los años 70. Entre sus primeras obras, caben citarse Show Watergate, El diario de Watergate, ¿Cuánto cuesta el hierro?, la primera versión de Esperando la carroza, Los pequeños burgueses y La luna en la taza, hasta que en 1980 fue convocado para hacer su primer papel en un teatro comercial, en la comedia musical Érase una vez Nélida Lobato (1980), en El Nacional. Luego siguieron El nuevo mundo, La pirámide, Papá querido (en el ciclo Teatro Abierto), e innumerables trabajos en el ámbito del teatro comercial, oficial e independiente, entre los que se destacan Sueño de una noche de verano, Seis macetas y un solo balcón, Feliz año viejo, Tres noches en el Alvear, Las brujas de Salem, Asesinato entre amigos, Socorro, Pares y nines, Traición, Cartas de amor, Hollywood… quiero estar en tu historia, Alguien velará por mí, Borkman, Cuestiones con Ernesto Che Guevara, Divorcio: cruce peligroso, Hasta que la vida nos separe, A propósito de la duda, El conventillo de la Paloma, Illia (uno de sus mejores trabajos), Código de familia, Whitelocke, un general inglés, Hamelin, Cómo ríe la vida, Cardenio, El perro en la luna, La mujer justa, Ver y no ver; y uno de sus últimos trabajos, que le valió los premios ACE y Estrella de Mar: Un instante sin dios, de Daniel Dalmaroni, junto a su gran amigo Nelson Rueda.
Su rostro se hizo familiar en la pantalla gracias a un comercial de galletitas que tuvo tanta repercusión que lo llevó a sentarse en la mesa televisiva de Mirtha Legrand.
Siguió haciendo muchísimas publicidades que perduraron en el tiempo (otra inolvidable fue la de una afeitadora) hasta que entró de lleno a la televisión con papeles protagónicos en telenovelas como Romina Bianca, La señora Ordóñez, Regalo del cielo y De corazón. También encarnó personajes inolvidables en ciclos como Rebelde Way, donde tuvo una destacada actuación como el director del ficticio establecimiento educativo “Elite Way School”; Dulce amor, donde interpretó al entrañable kiosquero de barrio padre de la protagonista; Alta comedia, La hermana mayor, Nueve lunas, Muñeca brava, El hombre, Los buscas de siempre, Amor mío, Collar de esmeraldas, La ley del amor, Vidas robadas, Televisión por la justicia y muchísimos otros ciclos de ficción. Sus últimos trabajos fueron en la tira La 1-5/18, donde encarnó al padre Ciro; y en la serie La persuasión, en la TV Pública, donde compartió elenco con su esposa. En 1991 recibió el Premio Konex por su labor televisiva en la década del 80.
“Actuar es viajar para adentro, es reconocer las resonancias que hay dentro de uno, dentro mío, de cada uno de estos personajes que me toca interpretar. Poder tener la generosidad de prestarle mis miserias a los personajes, ser lo más auténtico posible en ese sentido”, dijo hace poco en una entrevista a Infobae.
Hombre de cine
La pantalla grande le dio notoriedad y prestigio, sobre todo, en los años 80 y 90. Amaba el cine y eso se notaba no sólo en sus interpretaciones, sino también en su rigurosidad y pasión. “Hay una película que vuelvo a ver cada vez que estoy angustiado: Zorba, el griego. La he visto cientos de veces. Conozco cada escena de memoria, pero cuando llega el final y la violencia arrasó, los dos personajes lo han perdido todo, están entre escombros y rotos y Zorba, interpretado de una manera magistral por Anthony Quinn, se pone a bailar y hace ese baile tan famoso, yo me largo a llorar. Se hizo mierda todo, pero ellos bailan. El libro de la película lo leí a los 17 años y me generó una emoción incontenible. El arte sirve para eso, para vivir”, recordó en una entrevista.
A sus mencionados trabajos en Asesinato en el Senado de la Nación y Otra historia de amor, cabe recordar su gran trabajo protagónico en Bairoletto, la historia de un rebelde (de Atilio Polverini, 1985), Espérame mucho (de Juan José Jusid, 1983), Los dueños del silencio (sobre el caso Ragnar Hagelin, dirigida por Carlos Lemos, 1987) y el policial Obsesión de venganza (de Emilio Vieyra, 1987). Pero también tuvo interpretaciones destacadas y recordadas en films como Los hijos de López, Abierto día y noche, Los pasajeros del jardín, Casi no nos dimos cuenta, Contar hasta diez, Sentimientos: Mirta de Liniers a Estambul, Mujer-mujer, Tango: bayle nuestro, Fuego gris, La pluma del ángel, Hasta dónde llegan tus ojos, Flores amarillas en la ventana, Veredicto final, Sin reserva, Ni vivo ni muerto, Iluminados por el fuego, Lifting del corazón, El almuerzo, A oscuras, y decenas de títulos más.
Tuvo un papel destacado también en la película española Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda (1989), que hasta hoy sigue siendo un film de culto en su país. Hace escasos días, fanáticos españoles de esa película le enviaron souvenirs y regalos a Bonín cuando se enteraron de su convalecencia.
A Bonín le gustaba cocinar para su familia y amigos, fue un maravilloso anfitrión. Podía poner su equipo de música, cerrar los ojos y escuchar los tangos de Osvaldo Pugliese o el Cuchi Leguizamón así como algún álbum de Creedence o de León Gieco para transportarse a pensamientos abstractos, como si fuera su mantra diario.
Fue un militante del teatro independiente y referente del ciclo Teatro por la Identidad, de convicciones férreas, ético y de principios inquebrantables. “Amo contar cuentos y me encanta encontrar cómplices para hacerlo. También me gusta que mi trabajo sea colectivo. Por eso nunca voy a las entregas de premios. No me gusta competir con mis compañeros. Eso es algo que imponen otros, de afuera, pero yo no lo hago. El teatro compite contra el individualismo, la meritocracia y las formas excluyentes del otro. Yo no me expongo en premios que digan ganaste, perdiste o sos mejor o peor que otros”, reconocía.
Los restos de Arturo Bonín no serán velados y mañana se trasladarán al cementerio de la Chacarita, en una ceremonia íntima. (DIB)