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Juan sabe leer

Graciela Di Salvo de Zubiri decidió subirse al tren. Fue el día en que Juan Ramón Maidana le contó que no sabía leer ni escribir y le pidió que le enseñara

Graciela Di Salvo de Zubiri conoció a su alumno, Juan Ramón Maidana, comiendo hamburguesa. 

De un lado del mostrador, el joven de 44 años y del otro, la maestra jubilada de casi 82 años, que amablemente le pidió una hamburguesa bien cocida. 
-Usted es maestra. 
-Sí, ¡bah! Ya jubilada. 
-¿Me enseña a leer y a escribir? Soy analfabeto. 
Juan sabía de Graciela por un compañero de trabajo. Su padre había sido alumno de la mujer en primer grado. Por eso, ni bien la vio, tuvo la idea. 
Para Graciela, el tren pasa una vez y hay que tomarlo. No desperdicio la oportunidad, y lo abordó con mucho agrado. “Todavía tengo un poco de hilo en el carretel”, dice. 
La enseñanza no es un recuerdo, es la realidad con la que convive. Si la extraña, la abraza, tal como en este último año. 
“Cuando Juan me contó que no sabía leer ni escribir, acepté el desafío inmediatamente. Me asombró y entonces como maestrita vieja, se me representaron todas las limitaciones que eso era para él, por ejemplo, el uso del teléfono, sólo con audios. Ahora nos comunicamos por escrito”. 
Una vez a la semana, cerca de las 18 horas Graciela llega a la quinta donde vive Juan para trabajar en sus conocimientos. Un pizarrón, “la amiga goma”, el lápiz negro, libros, alguna hoja de diario, colores, viajan con ella. La elección del mejor método de enseñanza, el diagnóstico y el ejercicio sabio de la profesión que nunca dejó, viajan con ella. 
Graciela empezó con lo que Juan conocía, el nombre de las letras. Las había aprendido en los dos únicos años escolares que transitó antes de ir a trabajar, a los ocho años, a un horno de ladrillos. 
Como buena experta en temas educativos, la maestra pronto descubrió alguna dificultad en la forma de ver las letras, tal vez, por la que no pudo aprender en su tiempo escolar. Por eso trabajaron en fortalecer un particular método de lectura. “Juan, cuando quiere estar seguro, lee hacia adentro y corrige si se da cuenta que dio vuelta las letras y luego, puede hacerlo en voz alta”. 

Un desafío. Graciela Di Salvo de Zubiri junto a Juan Ramón Maidana

Superado el diagnóstico, Graciela empezó con el método de la palabra generadora, supo que con el global, sería difícil que aprendiera. “conocía el nombre de letras y no la fonética. Podía decir: M-A-M-A, y no podía unirlo. Le costaba decir mayúscula y minúscula, así que le dije que mayúscula era él, que es grandote y minúscula yo, que soy pequeña y así fuimos entendiéndonos”. La diferencia física entre Juan y Graciela es sorprendente y eso les sirvió para reconocer los distintos tipos de letra. 

-Esta soy yo -señala Juan la primera de su nombre, en alusión a la mayúscula. 
Su comunión se basó en la confianza y en el respeto. “Nunca le digo que algo está mal, le señalo con un lapicito y se lo leo, para que descubra qué tiene que corregir”. 
 Pronto las conversaciones fluyeron, las lecturas trajeron reflexiones y el trabajo de comprensión habilitó la charla. Así fue que Graciela supo que Juan tenía una camioneta que no podía usar porque no tenía carnet de conducir. “Ese fue el objetivo, rendir el examen teórico para obtener su carnet. Para eso nos preparamos e hicimos clases particulares de todo el cuestionario y repasamos todas las consignas. Se sacó 8, ¡estoy muy contenta!” 
Desde que Graciela forma parte de Huellas al Futuro está más en contacto con la realidad educativa, sobre todo, lo que dejó la pandemia. Por eso, supo que era el momento, que el requerimiento de Juan ameritaba un trabajo serio y rápido. “Eso me impulsó a aceptar lo de Juan, preferí subirme a este tren, así lo sentí”. 
Ponele la firma 
Juan no sabía firmar. Cuando recibía a los proveedores, ponía una cruz. Para Graciela, eso hacía la diferencia. La experiencia en la Escuela 4, con alumnos que asistían un tiempo a la escuela y después abandonaban para ir a trabajar, le enseñó que “leer, escribir, saber hasta el cien y firmar, hacen la diferencia”. 
La primera lección fue la de escribir en cursiva sus dos nombres y apellido. “Ahora, cada vez que tiene que firmar un remito, lo hace con su firma”. 
Pero eso fue el inicio del camino, quedaba mucho por andar. “Juan se maneja perfecto con el dinero, con las medidas. Trabajamos con el metro y la reconversión a decímetros, centímetros y con eso no tiene inconveniente”. 
Graciela tuvo otro desafío, encontrar los textos adecuados para enseñarle a un adulto y, que, además, estuvieran escritos en imprenta. “Elegí libros que fueran atrayentes para su edad. Encontré uno que habla de los altibajos y problemáticas de San Martin en su vida, por ejemplo las siete veces que estuvo por morir. Tiene capítulos cortos y es interesante”. 
Ya cerca del momento de rendir la prueba escrita para sacar su carnet, Graciela le facilitó en su casa y en la oficina de su hijo, Gustavo Zubiri, el acceso a internet. “Hicimos primero un trabajo en particular hasta que estuvo preparado para dar la prueba”. 
 Las clases 
“La planificación muchas veces no me servía, por eso empecé a llevar el libro de San Martin y cuando él estaba muy cansado, yo le leía y después charlábamos sobre esas anécdotas. Se interesaba y hablábamos de diferentes temas” 
Supo que estuvo mucho tiempo indocumentado y que si lograba sacar el carnet podría venir más seguido al pueblo, ya que se mueve en bicicleta. “Cuando tenga que renovar el DNI, ya puede firmar, es la única letra manuscrita que conoce, después escribe todo con imprenta”. 
Graciela deja la bolsa con los útiles escolares en la casa de Juan, algunas veces, si tiene deberes y el tiempo para hacerlos, usa los elementos para repasar algún tema. “Tiene su cuaderno y algunos libros que fui buscando, respetando la adultez, en las distintas librerías. Cuando leyó el libro entero, contuve las lágrimas, fue muy emocionante”. 
 Carrera docente
Graciela siempre fue suplente. Trabajó en el siglo pasado, como le gusta decir, en muchas instituciones educativas de la ciudad cabecera y las localidades. 
 La emoción por escuchar a un alumno o alumna leer por primera vez, no la abandonó nunca. Todavía resuena la frase “el marinero mira el mar azul” que leyó una niña de primer grado y ella se puso a llorar. “No podía creer que hubiera logrado eso, no había Jardín en esos años, eran nenes de escasos recursos. Para dar esas clases me ayudaron mucho del Colegio Nuestra Señora del Luján porque me donaban los útiles que llevaba a clase para compartir con los alumnos”. 
Graciela se recibió en 1958 y la oportunidad de titularizar llegó en 1977 para una escuela de Orense. Pero la realidad, muy diferente a nuestros días, sin teléfono celular, con caminos de tierra, poca movilidad, la impulsaron a la decisión de renunciar al nombramiento 
 Eso la dejó en el final del listado y fue difícil acceder a nuevas suplencias. Lejos de amedrentarse, Graciela continuó enseñando, primero a sus hijos, a los sobrinos, a los amigos de sus hijos, a los amigos de los amigos… 
Su paso por las escuelas 1, 3, 4, 14, 16, 24, 25 en el Colegio Jesús Adolescente, la llenó de experiencia y recuerdos imborrables. “En Copetonas estuve dos años, vivíamos cinco docentes en el hotel que tenía baño compartido e íbamos y veníamos a dedo. Todo camino de tierra, para poder llegar temprano a la escuela, nos lavábamos, por turno, los dientes en una bomba y así ahorrábamos tiempo, una época en la que pienso con mucho cariño”. 
“Cuando no hice más suplencias, me dediqué a enseñarle a mis hijos a subrayar párrafos, ponerles títulos, señalar palabras principales, todo lo que aprendí en perfeccionamientos docentes acá y en Buenos Aires”. 
Graciela ocupó muchas vacaciones de invierno para capacitarse y no dejó de hacerlo, ni siquiera jubilada. “Aprendí en el auge de la informática que si no te pones en órbita quedas analfabeta, así que tuve profesora particular y después otro docente que todavía tengo. Soy maestra soldado raso”.
 Los abrazos de sus ex alumnos en la calle, en algún comercio o reunión, son habituales y eso, alegra su alma y le da la certeza del deber cumplido. 

Maestra para siempre. Ya se encuentra jubilada, pero la educación y la enseñanza es la realidad con la que convive

Juan ya lee 

“Lee las hojas del diario que le traigo, le doy libros nuevos porque no quiero que me engañe porque tiene mucha memoria. Juan es muy cuidadoso y le adivino lo que está leyendo, aunque se lo dice a sí mismo bajito, siempre le digo que está bien y le doy seguridad, para que se anime a leer en voz alta”. 
Graciela sabe que Juan es de los alumnos que necesitan atención y enseñanza más individual, así lo hizo. “Le enseñé que las letras tienen nombre y apodo, como el suyo. Ahora ya sabe cómo es el nombre de las letras y cómo suenan. Ya decimos la palabra fonética y abandonamos ‘apodo’ para mencionar esa diferencia”. 
Graciela no afloja y la exigencia amorosa acelera los buenos resultados. “Escribe inclusive al dictado, en imprenta mayúscula y minúscula, sabe que las frases empiezan con mayúscula, los puntos, las ideas. Le leo y él se interesa mucho, hablamos sobre hechos ocurridos y debatimos sobre cuestiones del agro donde trabajó. Si me escribe un mensaje con errores, nunca le marco eso, sino espero y con mi corazón lleno del cariño, por su esfuerzo. Cuando esto pasa, lo revisamos para que él descubra el error. Aunque eso fue al principio, ahora escribe casi sin errores. Decir que una palabra está mal, no es parte de mi vocabulario, eso no me sale ni a palos, sino que le digo: mirá qué bien lo que lograste y le indico cómo encontrar su error”. 
Firmar y escribir mensajes en el celular fueron dos grandes alegrones. “Él hizo un gran esfuerzo, todavía no me explicó cómo se animó a pedirme que le enseñe”. 
Hubo un momento sublime en este proceso, fue el día en que Juan logró unir el nombre de las letras con su sonido y el significado, entonces todo tuvo sentido. “La cara se le iluminó cuando pudo llevar el nombre de las letras a la fonética, usamos ese término cuando abandonamos la palabra apodo. Nunca sintió vergüenza conmigo. Es muy sincero, cuando no hace los deberes lo dice”. 
Hasta los perros acompañaron con sus ladridos cada palmada de cada sílaba. “Hice una ensalada de métodos, pero la comimos a la ensalada. Seguramente habrá más Juanes, y volverá a pasar el tren”. 
Aquel día, Graciela tuvo su hamburguesa bien cocida y Juan a su maestra. 
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