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Ahora que pasó la fiebre mundialista (no es para menos al haber logrado la tercera estrella de campeones), hubo una conmemoración que pasó sin pena ni gloria: los ciento cincuenta años de la publicación de la primera parte del Martín Fierro. Ocurrió en diciembre de 1872 cuando paradójicamente gobernaba el país Domingo Faustino Sarmiento, histórico archienemigo de José Hernández, poeta errante y combativo que de una sentada escribió la obra cumbre de nuestra literatura nacional, en cuestión de unas pocas semanas concibió el libro que sería emblema, que Leopoldo Lugones calificó nada menos Ilíada de los argentinos.
Podríamos discutir si fue “Martín Fierro” o “El Facundo” la obra que dio el puntapié inicial. Pero entonces seguiríamos enfrascados en la grieta ominosa que durante siglos nos desangró. ¿Y si cambiásemos la o por la y? Todos pertenecerían al mismo acervo: El Facundo y el Martín Fierro, unitarios y federales, mitristas y alsinistas, populistas y republicanos, radicales y peronistas, menottistas y bilardistas, maradonianos y messiánicos. Así es, porque, mal que les pese a algunos, hay una sola patria y nos reúne a todos. La literatura misma a través de la gramática y su sintaxis podría entonces unir a las argentinas y los argentinos en lugar de separarlos. Porque ésa es la ley primera. Podríamos zanjar las diferencias aduciendo que ambos libros resultaron fundantes, que si Sarmiento pintó al gaucho como ninguno, Hernández lo hizo hablar, y vaya si lo hizo. Si en definitiva el gaucho que habitó en la mente de ambos fue el mismo aunque por momentos fuera rebelde o manso, matrero, baquiano o cantor.
Los tresarroyenses deberían enorgullecerse en estos días, no sólo por los logros de la Selección en Qatar sino porque es altamente probable que el Fierro de carne y hueso, si es que hubo un Fierro de carne y hueso que sirviera de arquetipo para inspirar a Hernández, pues ése personaje pudo haber andado, incluso ser oriundo, de estos pagos, aunque también se mencione como probables los partidos de Ayacucho, Azul, Maipú, Guaminí o Tapalqué. En algún lugar de la pampa bonaerense habrá discurrido su existencia el hombre. Si hasta José Hernández de joven ayudó a su padre en las actividades camperas que éste realizaba en las estancias del Sur.
El mismo Borges nos da alguna pista al respecto. En el cuento “La biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” cuenta la historia de un gaucho retobao que de ser perseguido participó como soldado raso en las guerras civiles, luchó contra el indio y finalmente pasó a ser sargento de la policía rural. En ese puesto le asignaron la misión de apresar a un malevo desertor que se movía en la frontera Sur comandada por el coronel Benito Machado y que, como aquél, cargaba con alguna muerte. El buscado a la postre resultó ser el mismísimo Martín Fierro y el persecutor no lo pudo matar porque vio en él su propio destino. Es sabido también que Machado en su doble rol de militar y chacarero reclutaba a los peones de su estancia para que se unieran a la milicia y lucharan contra el indio. En ese grupo hubo otro famoso desertor de nombre Melitón Fierro que bien pudo ser modelo inspirador en el poema hernandiano.
Más allá de las meras conjeturas, tenemos otro cuento “El Fin” donde Borges imagina la muerte de Fierro, circunstancia que omite Hernández en la obra original. Allí escribe Jorge Luis: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…”
Pues bien, quizá al contemplar el atardecer en la vasta llanura tresarroyense Martín Fierro se nos aparezca eterno e inmortal, veamos al jinete en su caballo moro escapando de la polecía, oigamos al gaucho cantor llorar sus penas lejos de su familia y su querencia; diciendo sus cuitas al compás de la vigüela o entreverado en algún duelo; veamos a Martín cavilar solitario en el recuerdo de su china o distendido departiendo junto a sus muchachos a la vera de algún arroyo que, tranquilamente, pudo ser el Orellano, el Del Medio, el Seco o el Claromecó.
Escrito por Luis Pablo Richelme, nacido en Tres Arroyos.