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Tres Arroyos, JUEVES 28.03.2024
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Canterville

Yo, que puse rejas en todas las ventanas y tomé otros mil recaudos para defender mi casa, pues a mí habría de sucederme. Cierto es que por dos veces me robaron la rueda de auxilio del auto, pero se hallaba fuera de mi castillete.
Siempre me gustó el sabor de la menta. Mucho. Helado de menta, caramelos de menta -siempre elegí los verdes- y hasta sildenafil masticable sabor menta. Aunque, respecto del sildenafil, siempre procuré no dejarme llevar por el sabor de la menta, porque en cierta forma es un medicamento, aunque no lo consideremos tan así. E ignoro qué podría suceder si me pusiese a comer un comprimido de sildenafil tras otro como hago con caramelos de menta. Pero dejemos eso ya. 
Con una nota de egoísmo, admito, ya he diferenciado el adentro del fuera de la casa. Algo un tanto burgués. Lo que suceda en mi amplio patio no me preocupa tanto. Pero adentro… y se las ingenian para colarse. 
Y la cosa venía de hace rato, todos vimos signos de una “casa tomada” -como diría Cortázar-; y esos signos fueron in crescendo hasta forzar una decisión frontal. Contra otras opiniones les diré: era un solo individuo furtivo. Como máximo alguna vez vi una sombra que desapareció al instante. Y les di la razón a mis alarmados familiares. 
— 
Pero para mí no era grave. Era un solo individuo, eso lo sabía. La casa es grande. Y mi espíritu burgués no está tan arraigado. Tampoco me pareció peligroso. Era una presencia casi literaria, un fantasma de Canterville. Mentalmente le había concedido un salvoconducto. De allí mis pocas energías en la detección y el combate. “Sí, sí, sí, es verdad”, decía cuando mis familiares me atosigaban con directivas. Pero eso era todo. Y me agradan los misterios, develarlos siempre ha sido una desilusión.
— 
Se develó hace bien poco, cuando entraba a mi “baño en suite”, donde sólo yo entro. Lo primero fue ver algo así como un hermoso caramelo de menta, espolvoreado con azúcar, sobre el piso. Medio segundo después mis ojos tomaron contacto con los suyos; bien malignos y que no me perdían movimiento. Estaba allí. Su cuerpo era robusto, sin duda gracias a sus incursiones nocturnas por mis alacenas. Ahí estaba, de cuerpo entero. Se develaba el misterio. Vino hacia mí, pero no para atacarme, sino para escurrirse por la puerta entreabierta. Capté la intención y empujé la puerta con mi espalda, y así quedó conformado el ring. Con la mirada enfoqué unos borceguíes, tomé uno y ataqué; en parte lo alcancé. Nos movíamos torpemente, uno zapato en mano, otro escudándose tras esto y aquello. Había otro caramelo, roto, como si lo hubiesen pisado. Lo acorralé contra la puerta y lo oprimí con el borceguí. Se quejó pero no aflojé. Estuvimos largo rato inmóviles, se quejaba, y así lo tuve más tiempo del necesario. Nunca se sabe. Era como para llamar al 911: un ratón robusto como pocos, que en esos momentos entregaba su alma al Creador. En un estante vi una caja celeste, que resultó repleta de caramelos, y que mostraba una rata muerta por un rayo. “Mis familiares”; me dije. Invadiendo mi “baño en suite”. Privando a la casona de su fantasma, que terminó peor que el fantasma de Canterville. De todos modos, el imaginario tresarroyense tampoco valora estas cosas. 
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