11|06|23 19:41 hs.
A mí venirme con inteligencia artificial. En 1994, con monitores de fósforo naranja, y en este mismo diario, esbozaba no solo la llegada de la famosa inteligencia artificial, sino su relación con el ser humano, que desvela a tantos. Juzguen ustedes.
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Ana Laura es el programa que contempla la creatividad humana. Lo bauticé Ana Laura por Ana Laura. De algún modo ella lo inspiró. Su robusta mente de ingeniera le limita ciertas labores. Se dedica exclusivamente a cálculo. Cálculo de edificios, cálculo de losas, cálculo de vigas de hormigón. No quisiera ser su marido. Supongo que también calcula el número de ravioles, el tiempo para hacer el amor, todo. Y de ese modo jamás podrá escribir un poema o un cuento. Puede mordisquear el bolígrafo durante horas, pero no puede concebir un argumento medianamente original. Y allí le ataca el síndrome de la hoja en blanco. Ese era el punto. En síntesis, todo un desafío para un analista programador.
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Hace exactamente un mes le había mostrado a Ana Laura un artículo del diario. Un programa de computación que escribía pequeñas historias, equipado con sintaxis simple y un vocabulario de un millar punto siete fonemas. El usuario debía ingresar siete sustantivos -a su elección- y el programa construía la historia. Allí mismo transcribía la historia sobre el inventor de la imprenta -creada por la computadora, claro- y al finalizar el programa consignaba los sustantivos que no se habían utilizado para el relato. El descarte, digamos.
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Amablemente, Ana Laura me hizo notar que el artículo en realidad estaba en el suplemento literario del diario. A su ver era un simple cuento, ficción. Tenía razón. Pero a mi vez le hice notar que la realidad supera siempre a la ficción, y aún más en materia de computación. Si el programa en cuestión hoy no existe existirá mañana, eso es seguro. Pero, volviendo al diario, de lejos se veía que la historia era “de computadora”, un simple alarde de la cibernética, sin valor literario.
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Como analista programador debo admitir que las computadoras actuales son simples palancas que utiliza el cerebro humano para aumentar su poder, nada más. Yankees y japoneses se devanan -literalmente- los sesos tratando de determinar de qué modo el cerebro humano toma, da y procesa información. Pero la inteligencia artificial no aparece. Hoy, ante un mismo problema, todas las computadoras contestarán lo mismo. Mañana, con la inteligencia artificial, una computadora dirá “blanco” y la otra dirá “para mí es gris” ¿me sigue? Pero los Yankees, con aquello de El Gran Sueño Americano se han tecnificado tanto que han perdido la perspectiva de conjunto. Y los japoneses, no sé: para mí son todos iguales.
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Yo me ofrecí a Ana Laura para cebarle mate “en silencio” mientras ella escribía. Comencé a observarla. Adivinar el pensamiento no es una cualidad extraordinaria. Se trata de conocer a otra persona, de observarla con atención, ponerse en su lugar. Ella mordisqueaba el bolígrafo y miraba la hoja en blanco. Luego levantó la vista hasta el poster de Einstein (ella admira a Einstein, claro). Y entonces pensó que ella no tenía el cerebro de Einstein, el poderoso cerebro de Einstein, capaz de crear lo que otros cerebros no creaban. En realidad Einstein es famoso por su cara de loco. De la teoría de la relatividad nadie sabe nada, por desgracia. Ella, mirando el poster, se preguntaba si Einstein había “creado” la teoría de la relatividad, o si la teoría de la relatividad estaba allí, esperando a que Einstein u otro la enunciara, tarde o temprano. Sí, así era. Vivaldi, en cambio, “creó” Las Cuatro Estaciones. O quizá las distintas combinaciones de notas musicales también estaban allí, por millares, del mismo modo en que el David estaba dentro del bloque, y Miguel Angel se limitó a sacarlo a la luz.
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Ella imaginó un arco, estoy seguro. En un extremo colocó a Einstein, que simplemente “enunció” la teoría de la relatividad. En el otro extremo a Vivaldi, que “creó” Las Cuatro Estaciones”. En el centro del arco ubicó a la radio. Sí, la radio, porque ella miró el equipo de audio, que tiene una pequeña antena para radio AM. Y se preguntó si la transmisión por el éter había sido “creada” por Marconi, o si siempre había estado allí, destinada a ser descubierta y utilizada algún día. Le llevó una fracción de segundo pensar todo eso, mientras mordisqueaba el bolígrafo y observaba a Einstein y al equipo de audio con mucha atención. Ella discurría y yo registraba. Así iba tomando forma el programa Ana Laura.
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Lo doté de una sintaxis de alta complejidad. Por recomendación de una profesora traté de interiorizarme sobre obras de un tal Mujica Láinez, pero hubiese llevado mucho tiempo. De todos modos el programa trabajaba con un casi infinito número de variables en la tarea de combinar fonemas. Cuando consideré que estaba listo lo puse a prueba. La pantalla explicaba: “Yo soy el programa Ana Laura. Estoy equipado con sintaxis de alta complejidad y he sido concebido para construir historias épicas y amorosas…” etcétera. Y luego agregaba: “Ingrese palabras (sustantivos) hasta un máximo de trescientos caracteres en total y oprima Enter. Yo construiré la historia”. El cursor titilaba esperando. Entonces tuve la idea genial. Ingresé hombre, esquina, color, rosa, malevo y cuchillo. Ahora se sabría si El Hombre de la Esquina Rosada (que tuve que leer en el liceo) había sido “creado” por Borges, o si siempre había estado allí, esperando quién lo sacara a la luz. Oprimí Enter. Si la máquina, ante el estímulo adecuado, escribía la misma historia que escribiera Borges, entonces la historia siempre había estado allí, claro. Y la máquina resolvería no sólo el problema práctico sino un problema filosófico. En la pantalla apareció “Aquí va la historia”, y en dos segundos comenzó a escribir: “Palabras sin utilizar: hombre-esquina-color-rosa-malevo-cuchillo”.
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La programación es una tarea de paciencia. Algo bloqueaba la construcción de historias, y derivaba los sustantivos ingresados directamente al cesto papelero. Devolvía todos. Preparé un termo de café y me quedé toda la noche trabajando. Al amanecer encontré la falla.
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Ingresé nuevamente al programa y Ana Laura hizo su presentación. Esta vez fui menos pretencioso y escribí tres sustantivos: hombre, muerte y celos. Dudé, pues celos se hallaba en plural. Claro que en singular tiene un significado distinto. Finalmente oprimí Enter con miedo, lo admito. Apareció Aquí va la historia y en dos segundos la máquina escribió lo siguiente: “Un hombre mató a otro. Palabras sin utilizar: celos”. Entonces me sentí súbitamente inspirado. Puse las manos sobre el teclado y comencé a escribir. A lo escrito antepuse “En un barrio de Buenos Aires”. Quedó así: “En un barrio de Buenos Aires un hombre mató a otro”. Y seguidamente narré una historia de malevos, de amor y de muerte. Una mezcla de hombre de la esquina rosada con Juan Moreira. No recuerdo la exacta cantidad de caracteres, pero era una larga historia, con mujeres de mala vida y compadritos orilleros, donde la pobreza de los conventillos se mezclaba con los duelos a facón. Quizá aún me daba vueltas el famoso hombre de la esquina rosada del día anterior. Finalmente solicité “Transferir” y luego “Guardar”. Destelló el “Guardando en Archivo” y la cantidad de caracteres que ahora no recuerdo. Después me quedé dormido.
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Recién dos días después vino Ana Laura. Conecté la computadora e ingresé a Ana Laura, si se me permite redundar. En la pantalla apareció la presentación del programa, pero yo le expliqué de qué modo lo había creado. Después le explique el funcionamiento, y a través del archivo traje a la pantalla la historia de compadritos. Al principio le causó gracia. Después la releyó y se admiró de que una computadora pudiese crear tal cosa. Me advirtió que estaba plagada de errores ortográficos, pero eso -dijo- se podía solucionar. También me advirtió que el argumento no era un dechado de virtudes -ni de originalidad- pero siendo el primer trabajo “de una computadora” era sencillamente admirable. Me pidió una demostración. Para evitar problemas ingresé los mismos sustantivos -hombre, muerte, celos- y oprimí Enter con total confianza. Apareció Aquí va la historia, y seguidamente “Un hombre mató a otro. Palabras sin utilizar: celos”.
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Le señalé orgulloso la pantalla, y ella me miró. Después de un rato de mirarnos me preguntó si eso era todo. Entonces le conté detalladamente cómo se había gestado la historia. Yo había ingresado tres sustantivos, la máquina había tomado dos y había conformado la estructura de la historia. Luego yo había rellenado esa estructura con mi propia creatividad. Si bien soy analista programador –y no me interesa la literatura- nada impide que de tanto en tanto deje volar la imaginación complementando un relato. Hoy eran compadritos, mañana ambientaría mi historia en el espacio, pasado sería el fondo del mar.
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Ella comenzó a reírse. No pude ofenderme, pues se reía con verdadero gusto. Pero un poquitín amoscado le hice ver que no era poco lo que había hecho la máquina, al formar una frase completa y sin errores, frase que era la columna vertebral de una buena historia. Continuó riendo, y le recordé que también se habían reído del creador de la música funcional, la música que contempla el murmullo humano. Como ella no podía parar de reír, opté por callarme. Ríe payaso, dije para mí, que muy pronto estará al alcance de todos los usuarios Ana Laura, el programa que contempla la creatividad humana. Palabra de analista programador. (Febrero de 1994).