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Tres Arroyos, JUEVES 28.03.2024
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Un peluquero que vale doble

“Lo primero que pregunto cuando alguien me dice que quiere estudiar peluquería es si lo va a hacer por plata o porque les gusta. Esto es simple, si no te gusta la gente, dedicate a otra cosa”, asegura Juan Fernández un fundamentalista del contacto humano. Tiene tanta vocación por la profesión de las tijeras como pasión por el trato con todas las personas que lo rodean.

“Una vez, para hacer una publicidad, una chica de una radio le preguntó a una clienta qué era esta peluquería. Y le contestó que acá no venía a cortarse el pelo, que venía a pasarla bien”, cuenta. “Lo que pasa es que en las ciudades grandes las peluquerías son empresas, acá no, para mí es parte de mi casa. Mis hijos se criaron acá, los vieron crecer todos. Está re bueno eso”, asegura el propietario de la peluquería Don Juan, nombre que le puso en homenaje a su abuelo materno, Juan Félix.
“De él heredé el oficio y la pelada…”, dice riéndose. “Aunque me falta muchísimo para parecerme a él como peluquero”, aclara Juan, que hace más de dos décadas arregló la peluquería donde había trabajado su abuelo y luego su tía, en La Madrid al 200, y donde él pasaba sus vacaciones. Al igual que con el oficio, la relación entre Juan y Tres Arroyos viene por su familia materna. “Yo crecí en La Plata, pero venía todas las vacaciones acá, me gustaba mucho, y mis amigos son los de esa época”, cuenta. En sus largas estadías en la ciudad, pasaba mucho tiempo en la peluquería viendo a su abuelo trabajar. Y eso le quedó grabado.
Por eso, ya adolescente, cuando un amigo le preguntó si le cortaba el pelo, “yo le contesté: ‘si vos te animás a poner la cabeza…’”. Así arrancó. “Después estudié en La Plata y en Buenos Aires, y una vez que me mudé a Tres Arroyos, seguí haciendo atelieres en Tandil, Mar del Plata y Bahía Blanca”, cuenta Juan, quien en noviembre cumplirá 46 años, y que desde los 21 vive en la ciudad.
Juan se hizo cargo de la peluquería de su abuelo dos años después que este falleciera. “Primero la siguió una tía mía, y cuando ella falleció me vine yo. Así que en este lugar hay peluquería desde hace más de 70 años. 

“Si tengo que elegir un lugar en el mundo, elijo mi casa. Y adentro de mi casa, me quedo con este cuadrado”, dice mientras señala el espacio que rodea al sillón de peluquero. “Me puedo levantar cansado, pero cuando entré, se me fue. La peluquería me hace muy feliz, la paso muy bien haciendo esto”, completa. 
Repite una y mil veces que para ganarse la vida “uno tiene que hacer lo que le gusta”, fue una máxima que le inculcaron sus padres, y que él les transmitió a sus tres hijos: Micaela, Francisco y Mercedes. 
“Hablo mucho con ellos del tema, y les rompo que hagan lo que quieran, que hagan lo que realmente los haga feliz”, indica. Aunque a los tres les impuso que aprendieran lo básico de su oficio. “No lo hice para que fueran peluqueros el día de mañana, sino para que tengan una herramienta por sí alguna vez están complicados. Y los tres saben pasar la tintura, peinar, cortar, lavar cabezas. Eso los puede sacar de un apuro”, explica. 
Es más, a Micaela, la más grande y que en noviembre será mamá, la tiene trabajando con él. “Siempre estuvo en la peluquería, y si bien estudió para acompañante terapéutica y hoy está estudiando para ser maestra, le encanta esto y quiere seguir trabajando como peluquera. Y está buenísimo, si es lo que la hace feliz”, comenta. 
Juan dice que lo más difícil de aprender en el oficio es entender lo que el cliente quiere. “La charla previa es clave y yo la extiendo el tiempo que sea necesario para entenderte o para explicarte algo y que te vayas convencido. Por ejemplo, si naciste con rulos, no tengo que convencerte que te queda bien el pelo lacio. Te tengo que convencer de que lo mejor que te queda son tus rulos y enseñarte a usarlos”, cuenta. 
“Lo que se usa no es lo que me da plata, a mí me interesa que vos las pocas o muchas veces que quieras ir a la peluquería vengas acá”, agrega. 
Un payaso solidario 
Desde la época de estudiante secundario, a Juan le tiró mucho la cuestión social, y siempre se las rebuscó para ayudar desde el lugar que fuera. Así fue que con varios compañeros de colegio iba a barrios del Gran La Plata a cortar el pelo a chicos, a enseñar algo de peluquería, e incluso también a cocinar, otra de sus pasiones. 
Ya residiendo en Tres Arroyos, la vocación solidaria fue tomando otras formas, algunas acciones relacionadas con su profesión, y otras en las que explotó su vocación actoral. 
“Hace 13 empecé con Gerardo Christensen a hacer teatro infantil solidario, íbamos a las escuelas 501 y 502, a El Parquecito, a los jardines de infantes a festejar los cumpleaños, hasta que en momento nos topamos con la parte de la salud”, recuerda Juan. 
Los payasos se cruzaron con Verónica y Guillermo Jaime, del Club de los Peladitos, y nos pidieron si podíamos hacer un festival para juntar juguetes y cosas para los chicos que estaban internados en Buenos Aires en el mismo lugar que había estado el hijo de ellos. Nosotros accedimos. Y después nos pidieron que fuéramos a entregarlos e hiciéramos un show allá”, explica. 
Allá partieron los 14 “payasolidarios” en lo que fue el viaje inicial de una experiencia dura e inolvidable que empezó a replicarse todos los años en tres o cuatro oportunidades. 

“Vamos a hospitales y al hotel donde están los chicos del interior que reciben un alta provisoria. En nuestro caso vamos al hotel del sindicato de Empleados de Comercio. Y es una experiencia tremenda. Yo vuelvo y estoy tres días sin energía, sin ganas de hacer nada”, dice. 
En cada viaje, en cada presentación solidaria, Juan se impacta no sólo con los chicos, que están peleando por su vida, sino también con la actitud de los padres. “Ya les dijimos a Verónica y Guillermo que no queremos escuchar que nos den las gracias, porque uno no quiere estar ni un segundo en los zapatos de ellos, que están con una sonrisa y con una energía tremenda pese a haber perdido a un hijo y van a enseñarles a los papás que están pasando por el momento tremendo que alguna vivieron ellos”, cuenta. 
Juan prefiere no reparar en el esfuerzo que les cuesta a ellos ir a ver a los chicos ni el efecto que tienen en padres y niños, en cambio, destaca que “aprendemos muchísimo en cada viaje. A no quejarte por estupideces, a entender cuáles son las cosas fundamentales de la vida. Yo tengo muy bien ordenadas las prioridades de mi vida”, asegura. 
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La sed del artista
Están los sedientos del aplauso, del reconocimiento, del éxito. Pero esta foto no retrata eso. Esta foto habla de otra sed. Hoy fuimos al “Club de los Peladitos”, un espacio dedicado a las familias del interior del país que vienen a la capital a tratar a sus hijos de enfermedades oncológicas. Hicimos una función, brindamos, bailamos. Esta foto habla de la sed del artista, pero no la sed de ego, sino la sed de las vísceras, la sed de poder transformar las realidades aunque sea por un instante. 
Al terminar la función un señor se me acercó y me dijo: “Esto es mucho más potente que una sesión de quimio”.

* La foto y el texto son autoría de Bruno Gagliardi, fotógrafo y actor capitalino que fue invitado por la Compañía Había Una Vez que integra Juan a una de sus presentaciones en el Club de los Peladitos. 

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