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El Fondo importa

Por Diego M. Jiménez

El día martes, la fecha en la que el Presidente anuncio el envío de parte de su gabinete económico a los Estados Unidos a iniciar conversaciones para acordar un crédito con el Fondo Monetario Internacional, saturé mi cerebro de información. 
Escuché periodistas de muy diversas orientaciones (incluso uno que a veces veo en el Canal 26, que insultó la investidura presidencial, al tiempo que se definía como republicano), economistas serios y no tanto, analizando la encrucijada actual. También historiadores, consultores y ensayistas. 
Ninguno festejaba, todos exhibían rostros ceñudos e intentaban explicar los males de la Argentina. Ese día, los políticos no acudieron en manada a los medios. Imagino que analizando que decir y cómo hacerlo.
Lucas Llach y Pablo Gerchunoff en un notable libro de historia económica llamado “El ciclo de la ilusión y el desencanto: políticas económicas argentinas de 1880 a la actualidad”, explican, entre otras cosas, el desequilibrio estructural, piedra angular de la fragilidad económica de nuestro país, basado, fundamentalmente en gastar más de lo que ingresa.

El problema somos nosotros, nuestra forma de enfocar socialmente nuestras cuestiones

¿Cómo ha sobrevivido entonces nuestro país a ese mal congénito? Emitiendo deuda y emitiendo billetes, escriben. Es decir, multiplicando acreedores y aquerenciándose crónicamente con la inflación. ¿Y la ilusión? Esa esquiva dama bonita aparece cuando nuestro sector agropecuario goza de un contexto de precios y mercados favorables, como ocurrió durante el ciclo 2003 – 2009. 
En esa época no existió pericia gubernamental, allí solo se surfeó un contexto favorable, hasta que las olas finalmente se frenaron y a la política económica doméstica, como ahora, le tocó reconocer nuevamente la cara negativa de su realidad económica: pobreza estructural, dependencia del crédito internacional, necesidad de divisas agropecuarias para afrontar obligaciones, industria no competitiva internacionalmente, clase política cortoplacista, desorientación, mezquindad y, lo que es más grave y causa de lo que escribo, ausencia de un horizonte asociado a una hoja de ruta consistente. 
La Argentina necesita más política. Una política sustentada en ideas del hombre, del país y del mundo. Una política que explique, que sea pedagógica. La política se sustenta en la historia, en la reflexión y en el estudio de los temas. En la experiencia.
No fue cierto nunca y en ningún lugar, que la gestión técnica fuese suficiente para gobernar. Las leyes de la política actúan en arenas complejas. Requieren pericia y diálogo, confrontación y acción rápida. Planes y alternativas. 
El problema no es el FMI, la ideología o el mundo. El problema somos nosotros, nuestra forma de enfocar socialmente nuestras cuestiones. El diagnóstico debería comenzar en analizar lo que pensamos sobre lo público, en la comprensión de la dimensión de nuestro egoísmo y en las razones de nuestra relación esquiva con el futuro. 
Un notable intelectual argentino, Carlos Santiago Nino, asesor del presidente Alfonsín y fallecido en 1993, hablaba de las consecuencias sociales y económicas de nuestra anomia, de nuestro individualismo, de nuestra manía por los atajos y por nuestro descuido en el cumplimiento de las normas. 
Los libros de Nino, también, muestran lo mejor de nosotros mismos, nuestra potencia intelectual y creadora, lo que podemos hacer a pesar de nuestras fallas, cuando pensamos y trabajamos en serio. “…
Porque defendíamos la igual dignidad de las personas y la autonomía personal, rechazábamos el perfeccionismo moral y el elitismo político. Desde allí montábamos una defensa particular de la democracia, basada en la confianza sobre las capacidades de la ciudadanía y la discusión pública. 
A la vez, la teoría democrática que propiciábamos demandaba precondiciones sociales muy exigentes, que nos llevaban a pensar en teorías de justicia distributiva también robustas. Como último recurso, considerábamos una teoría penal que no tenía como paradigmas al miedo y a la represión, sino a la reflexión y el convencimiento de aquel que era objeto del reproche colectivo…” escribió un notable discípulo suyo, Roberto Gargarella, en un prólogo a un texto de quien considera su maestro. 
Hablaban de estos temas en sus clases, en las conversaciones privadas, buscando las mejores ideas para, este, nuestro querido país. Un fragmento que describe toda una concepción del mundo, un programa social, político y económico. Un debate serio. Y sobre todo, un compromiso con las cosas, más allá de uno mismo. 
Debemos mirar mejor, serenarnos y ayudar a tomar las mejores decisiones. Yo no quiero a mis hijos refugiados en guetos, o sentarme a tomar una copa en un bar, con miedo a que otros compatriotas me hagan daño de algún modo, entre otras razones por no tener las mismas oportunidades que yo tuve. 
No quiero un país para pocos que prohíje una prosperidad engañosa. No es democrática una sociedad, no sólo un gobierno, que tolera el hambre y la desilusión, a cambio de fin de semanas largos y fútbol gratis los domingos. Esas son las ambiciones de sociedades cortas de miras. 
El problema es el Fondo. Pero el nuestro, el colectivo. Todo lo demás son excusas. 

Diego M. Jiménez

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