Lo de Casal

Cuando hace algo más de diez años estudiaba, bajo la guía de un extraordinario mentor llamado Roberto Miranda, la caja de herramientas mental de los decisores de la política exterior argentina contemporánea, nunca imaginé explorar una biblioteca de un ex alto ejecutivo de una multinacional de tecnología y encontrar pocos libros destinados a managers o economistas. Y menos, frente a los libros allí alojados, hacerme nuevamente la pregunta provocadora y a la vez sutil que Roberto aspiraba a que incorporara su joven e inexperto estudiante de posgrado: ¿qué tendrán en la cabeza?

La pregunta apuntaba a desentrañar el sistema de creencias de quienes tenían como función formular y ejecutar la política en la Cancillería de nuestro país y suponía el examen de una historia, a la vez política e intelectual de dichos protagonistas. Claro, uno no hace este tipo de estudios con amigos, pero tengo por costumbre relacionar los libros de una casa con sus dueños. Siempre nos dicen algo de quienes allí habitan: lo que les apetece o los intriga, lo que saben o les interesa conocer, sus sueños o sus pesares. O nada de eso. Tan solo, los volúmenes pueden constituir una simple acumulación de regalos de Navidad o de cumpleaños, que con el color de sus tapas amenizan livings, cuartos, escritorios o desvanes miserables.

En esta oportunidad mire, hurgué y leí, acompañado del verde silencioso y melancólico de San Isidro, libros de honda reflexión sobre la naturaleza de la vida y sus interrogantes principales. Ese tipo de lecturas dominan la biblioteca principal de Ricardo, que se extiende a lo largo de toda una pared, solo levemente salpicada por textos de macroeconomía o de la Harvard Business Review, acompañados de publicaciones dedicadas a ejecutivos.

Me detuve en tres libros que leí con fruición: «Sabiduría cotidiana», del filósofo católico francés Jean Guitton (1901-1999), «Las preguntas de la vida» del escritor agnóstico español Fernando Savater (1947) y «El sentido de las cosas. Filosofía para la vida cotidiana» del ensayista ateo inglés Anthony Grayling (1949). Tremendo melange, a priori. Pero no. La característica de los autores, tan dispar a primera vista, no oculta una preocupación central compartida: encontrar sentido a la vida diaria apelando a la filosofía y a la experiencia vital propia y ajena. Una existencia que no se cuestiona y pregunta sobre las últimas cosas, parece vana, superficial o dramáticamente desperdiciada, sugieren los pensadores europeos. La vida, el amor, la política, la muerte, la cultura, el ocio, el prójimo, la tolerancia, la religión, entre otras cuestiones son analizadas desde puntos de vista dispares unidos por una idea subyacente: ya que estamos aquí, encontremos un sentido profundo y fructífero a ello.

Ricardo tiene en su cabeza una vocación humanista. Un propósito que no se mide necesariamente por el talante de sus lecturas, si no por las preocupaciones que estas sugieren. Al humanista le importan las principales cuestiones, que no siempre están en la primera fila del interés de los habitantes de este mundo (para pena del mismo mundo). Y si es consecuente con lo que aloja su cerebro, actúa irradiando humanidad a los que están cerca. Y es lo que él hace con su familia y amigos, con sobriedad. Es decir, sin el alarde de lo hueco y pueril.

La misión de la educación debería ser formar humanistas. Son ellos o ellas, a veces las disputas de género me resultan estúpidas, los que han hecho la diferencia a lo largo de la historia. Lo demás es puro cuento de la estadística. La literatura, por ejemplo, aporta su porción, y de ella pretende ocuparse está columna. «…Por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia…», escribe Vila-Matas en «Bartleby y compañía» (2000) para darle a este artículo un final a la altura de mis días felices en lo de Casal.