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La vida en el cementerio

Por Valentina Pereyra

“Persona importante de recordar” y el nombre en hebreo grabado sobre mármol negro. 

Hileras de hombres, hileras de mujeres, cerca de su tía, de su madre, de su esposo, de su amigo. 
Filas de hombres, filas de mujeres, el rectángulo que guarda los cuerpos más pequeños y los que desafiaron la ley, más lejos. 
Monumentos que irrumpen el verde, tiñen de solemnidad y sencillez. Un parque silencioso y espiritual que rebota rezos.
Las flores, aunque hermosas, se marchitan y mueren. Una piedra no muere, buen símbolo de la memoria y el legado. 
El viento sacude con fuerza los árboles en la penumbra y vigilan desde el fondo a las sepulturas perpetuas. 
El cementerio es su hogar. Cuando se mudaron, sus dos hijos varones tenían seis y cuatro años y ya no se fueron. Los pequeños crecieron entre los monumentos serpenteando carreras inocentes alrededor de las tumbas. 

A Rosa Medina y Jorge González no los inquieta esto de vivir en un cementerio, de hecho cuando se trasladaron a él, sus hijos de cuatro y seis años corrían por alrededor de las tumbas (M. Hut)

Gestos amigables, sonrisas afables, miradas tranquilas recortadas y enmarcadas identifican cada construcción, una placa desesperada despide a una joven y otra más solemne a un ex presidente de la Sociedad Israelita de Necochea. Entre todas se destaca la de Jaime Fichman y un 100 bien tallado que recuerda su tiempo vivido en esta tierra. 
Rosa Medina y Jorge González llegaron en agosto de 1992 a la tierra santa de la comunidad judía tresarroyense. Bernardo Tomchinsky les brindó la oportunidad y la decisión apareció, sin dudas. 
El matrimonio y los dos niños vivieron hasta ese año en casa de la abuela de Rosa, era momento de alzar el vuelo hacia un nido propio. La propuesta le gustó, “no sé mi esposo…Pero yo me decidí enseguida”. 

“La idea de vivir aquí no era mala, la realidad es que necesitábamos algo más grande y el lugar donde vivíamos no era para que crecieran los chicos”. 
La avenida Güemes interrumpe su asfalto en el cementerio cristiano, a partir de ahí se ensancha todo lo que puede y se viste de piedras, polvo y tierra. 
Hace 28 años el alumbrado público llegaba hasta esa línea divisoria entre los vivos y los muertos, entre el movimiento y la tranquilidad, el urbanismo y la ruralidad, las viviendas y las tumbas. 
«Después del asfalto todo era una oscuridad tremenda”.


La vivienda
Rosa y Jorge aceptaron ir a vivir al cementerio, convertirse en sus caseros y realizar todas las tareas necesarias para mantener el césped siempre bien cortado, los monumentos brillantes, las fotos cuidadas, cavar la tierra, hacer la fosa y construir las lápidas según el deseo de cada familia. 
Dos viviendas de estilo ferroviario forman parte del austero paisaje. Cuando Rosa y Jorge llegaron, una de las casas ya estaba en desuso. En su interior había un gran piletón, una mesada y otros enseres propios de las costumbres funerarias judías.

El cuerpo del fallecido se lavaba en señal de purificación (Tahara) y luego se lo vestía con una túnica tradicional de lino color blanco llamada Takhrikhin para ponerlo dentro de un ataúd de madera llamado Aron. 
La otra casa estaba despintada y necesitaba alguna reparación. Así que unos días antes de la mudanza, 
Jorge realizó lo necesario para instalarse lo antes posible, un tiempo después se efectuó una ampliación para instalar la cocina.
“Bernardo Tomchinsky nos trajo y nos enseñó los detalles de la comunidad, así fue que aprendimos lo que teníamos que saber para cuidar el cementerio”. 

Ser parte del lugar 
Jorge y Rosa se sienten parte del lugar, valoran los 28 años de tremenda paz y la infancia saludable de sus hijos en ese parque. 
El mismo día de la mudanza, cuando las pertenencias todavía buscaban un lugar donde instalarse Jorge recibe el ofrecimiento de trabajo en un campo. Fue Rosa la que inauguró la casa y la estadía en el cementerio. La primera semana estuvo sola con sus hijos en su nuevo hogar. 
“Nos cambió mucho nuestra vida acá, fue un enorme cambio y una cosa es decirlo y otra es vivirlo, así como estar sin ruidos, siempre una tremenda paz”. 
Rosa conoce cada una de las personas que están enterradas allí, sus nombres y sus historias. Habla de ellos con mucho cariño a pesar de no haberlos conocido. 
Otras veces hacen de guía para algún familiar que llega hasta el cementerio buscando un abuelo, tío o conocido que saben está enterrado en este cementerio.
“Bernardo charlaba con nosotros, tenía una gran sabiduría, llegaba y se tomaba un cafecito mientras nos contaba historias de las familias que se encuentran en el cementerio, de sus creencias y de sus vidas”. 
Rosa destaca las lápidas de las últimas filas, las que construyó su esposo. Jorge señala los detalles de cada una de ellas. 
Rosa destaca las sepulturas que jamás se removerán, Jorge señala las que cayeron con la tormenta. 
Rosa y Jorge señalan su hogar, destacan la vida entre tumbas. 
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