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Tres Arroyos, LUNES 13.05.2024
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Paseíto al campo

Por Valentina Pereyra 

Fotos: Marianela Hut 

El sonido preferido de César es el de su casa de campo. Los gorjeos, cacareos, relinchos y la música que el viento bravío o amable tensa entre las ramas de los árboles, anidan en su alma. 
Las plantas explotan de colores, las macetas desbordan vida y los frutales gestan verano y dulzor. Stella recrea su mirada en este paisaje soberano y amable que inspira su obra. 
El paraíso campestre antes fue un páramo, de esos en los que abunda casi nada. Un cartel que colgaba en una tranquera enclenque encendió la idea: “Vendo señor Rey”.
Cada vez que el Colo y Stella pasaban por la Ruta 228 hacia Claromecó, el letrero atraía su atención “¡Qué lindo terreno!” 
Las cosas en la vida se dan porque sí, por causalidad, por causalidad, porque el universo lo dispuso, porque Dios lo manda, la causa la puede poner el lector.

Un día el Colo cayó a una construcción, tenía que pasar un presupuesto para la instalación de plomería y agua. El encargado de la obra era Rey, el dueño del terreno que tenía el cartel en la propiedad que ilusionaba a la familia Hernández. 
A fines del ‘99 no era, como ahora, sencillo comprar un terreno, pero en la conversación que mantuvieron iniciaron la negociación. El diálogo abundó en “palabrotas” cariñosas y deseos irrefrenables hasta que Rey sentenció: “Mirá la pu… madre, si querés el terreno para vos, yo pido cinco mil pesos, como lo querés para hacer tu casa y no para hacer negocio, te lo vendo. Decime cómo lo podes pagar”. Un apretón de manos selló el comienzo de un sueño. 
Pasaron ocho años hasta que Stella y César “el Colo” Hernández pudieron habitar la casa que levantaron con sus manos. Durante ese tiempo alambraron y plantaron todos los árboles que rodean el predio. “Esto estaba todo pelado, no había nada”. El potrero se transformó en una quinta rodeada de más de ochenta eucaliptos, pinos y aromo francés.

La naturaleza abrazó a la familia Hernández justo en el peor momento de sus vidas, pero como no hay mal que dure mil años, la voluntad y la amistad dieron rienda suelta a la esperanza.
A fines de los ‘80 la familia tenía un corralón de materiales. Eran los años de la hiperinflación y el negocio empezó a tambalear. Un crédito en el banco se comió las ganancias y se fundieron más rápido de lo esperado. 
Cuando estaban “secos, re secos, crocantes” el Colo decidió volver a su trabajo de plomería e inició varias obras en Claromecó.
Estuvieron a punto de perder la casa familiar para pagar el crédito que ya era una bola de nieve imparable. Acá empieza otra historia maravillosa.

El amigo del alma 
El Colo estaba devastado, tenía que pagar la deuda que había contraído en el banco para poner en marcha su negocio y seguir viviendo. Lo único que les quedaba para salir de esa situación era vender su casa.
Fue Stella la que mantuvo la calma y sostuvo a su esposo en el difícil momento, “viste las mujeres a veces le ponemos paños fríos a todo, pero en esta situación estaba todo que quemaba”. 
El Colo se sentó en la cocina de su casa y con dolor le anunció a Stella que la venderían. “Nos mataba quedarnos sin nuestro hogar, pero llegó el ángel de la guarda”. 
Dios aprieta, pero no ahorca. 
El Colo, sumido en su tristeza y preocupación ya no podía cantar en las reuniones con amigos, el nudo en la garganta lo dejó mudo y sin ganas de templar la viola. Rechazó invitaciones sin saber que justamente eso le brindaría la solución a todos sus problemas. El que más lamentó su ausencia en un agasajo fue José Irigoin que a fin de año organizaba cenas con los trabajadores de todas sus obras. El Colo solía recitar y cantar en cada una de ellas. Sin embargo, ya no participaba de esos acontecimientos. 
El encargado de contarle a Irigoin lo que ocurría fue el hermano de Hérnandez. “El Colo está pasando un momento terrible”, dijo. Pero Irigoin no se quedó con eso y a la mañana siguiente se apareció en la casa de César y lo saludó amablemente. 
– Qué hacés Colo, te extrañamos anoche, ¿por qué no fuiste?
– Ando con algunos problemas.
– Por eso vine, no a chusmearte, vengo a ayudarte, tenés que pagarle a esos antes de que te saquen todo, yo te voy a traer la plata. 
– No, no. 
– Dejate de joder Colorado. 
Stella estaba en el patio tendiendo la ropa y solo se reunió con su marido e Irigoin cuando éste la llamó. 
– Venga señora, venga, este cabeza dura no me quiere hacer caso, le quiero traer la plata y que arreglen todo.
Stella y el Colo moqueaban y el mundo que se venía abajo quedó sostenido por la mano solidaria de su amigo José Irigoin que pagó la deuda en el banco. El trato cerró ahí nomás por amistad, sin pedir nada a cambio. “No cualquiera te ofrece eso, así de la nada”. 

El Colo no quería desvestir un santo para vestir otro, entonces hicieron un arreglo, “no te voy a regalar la plata, te la voy a prestar y me lo pagás cuando puedas con trabajo”.
El trato se cerró ese mediodía y el Colo pagó su deuda haciendo la instalación de plomería y agua a todas las obras de Irigoin. En un año estaba todo saldado y el gesto que tuvo su amigo, selló sus almas para siempre. 
Mientras tanto Stella dibujaba los planos de las obras, daba clases de pintura, tejía, cosía y hacía todo lo que viniera para ayudar a su familia. “Los chicos ya eran grandecitos y cada cual buscaba su destino, cuando quisimos acordar no debíamos nada, así que cuando estuvo libre de deudas, al señor, se le ocurrió comprar el terreno en Claromecó”. 
Tener esa propiedad en la localidad balnearia abrió un nuevo camino. Cuando surgió la oportunidad de comprar el lote de la Ruta 228 lo entregaron como parte de pago. “Hice ese negocio porque ya no debía nada y estaba molesto, como una falta de costumbre viste”. 
Si te caes lavantate, sacudite y seguí caminando. 
La casa 
El Colo compró un ventanal en un remate. Pero no había dónde colocarlo. Lo guardó, lo atesoró hasta que ocupó el lugar para el que había nacido. Hoy mira hacia la laguna que completa un paisaje pampeano de azules y verdes. 
Los hijos de Hérnandez, junto a su padre, hicieron la maqueta de la casa que querían tener. Tal cual como se ve ahora Ruka Mapu. “Las dudas que tuve de la construcción las pude corregir desde ahí”. 

El Colo levantó las paredes con sus manos. Junto a su esposa diseñaron la plantación de los frutales y ambos recibieron buenas vibras de mucha gente que llegó a su casa y a sus corazones de manera inesperada. 
Como un abuelo uruguayo, que había perdido a su hijo ahogado en el concurso de la Corvina Negra, al que sentían parte de su familia. Tal el amor que tenían por el anciano que le pusieron su nombre, Alcides Sobral, a una de las calles cercana a la laguna. “Siempre nos ha ocurrido que se nos acercó gente que no sabemos por qué, por eso siempre tenemos las puertas abiertas de nuestras casas”. 
Nace así la Casa de Campo, en mapuche, Ruka Mapú, que antes fue San Ceferino. 

Tradicionalismo 
El Colo está convencido que el amor por las tradiciones nacen con la persona. “Con el poncho, las espuelas, la rastra y el facón, aquí me tiene señor para el Día de la Tradición” fue la frase del libro de primer grado que lo fascinó. 
La historia de lo criollo, los caballos, los jinetes, sucumbían a su imaginación que descolló con el libro de segundo grado “Girasoles” que en la página 63 tenía la imagen de un paisanito. “Carátula que había que hacer o dibujo libre, siempre hacía el gauchito, a pesar que las maestras me pedían que dibuje otra cosa”. 

Años después Stella le regaló el libro que lo inspiró desde que era un niño.
El abuelo paterno, Isaac Hernández, era hombre de campo, trabajaba en soga, al igual que su papá que, en su juventud, era un hombre de a caballo. “Tenía mucho manejo de caballo y también de los de carrera que como era pequeño de cuerpo también los corría”. 
La vida en el campo 
El papá de César falleció a los 46 años, cuando él tenía ocho, así que se quedó con su madre, María Magdalena Ceriani, que comenzó a trabajar en el campo. “Mi vieja una súper luchadora”. 
A los doce años, él pensó que ya era grande y que podía trabajar, pero antes, le prometió a su mamá que terminaría la escuela, algo que hizo tiempo después en el nocturno. 
Con su madre anduvo por distintos establecimientos de campo por eso César asistió a escuelas rurales como la de El Carretero o la de Barrow a la que iban en sulky. “Teníamos miedo, pasamos penurias porque había linyeras en ese momento que te paraban en el medio del campo y los caballos también les tenían miedo”.

Su hermano mayor, Abel, a quien respetaba muchísimo, lo llevó a trabajar con él de plomero no sin antes poner condiciones: “En la obra soy patrón y vos peón, hay que cumplir horario y obedecer”.
Con el primer sueldo se compró una guitarra para poder cantar con sus amigos. “El folclore siempre me apasionó, Stella se enoja porque es lo único que escucho, pero no tengo oído para otra cosa”. 
César creció en los años dorados de Los Chalchaleros, de Guaraní, lo que inspiró al entonces púber para aprender a tocar la guitarra con Melitón Cabrera. El maestro era peluquero y daba las clases en su local mientras cortaba el pelo. “No tenía mucha paciencia, así que cuando le errabas y ponías el dedo en otro lado se te venía encima con la tijera y el peine en la mano, me daba miedo que me la metiera en el ojo”. 
La constancia que no tuvo para seguir con clases de guitarra la tuvo para ser coreuta. Formó parte del Coro municipal, con Roberto Terrón, en el Club Español y cantó la misa criolla con el coro de Costa Sud.
“Te anoté en el coro”, le dijo Stella, y así fue que empezó y no paró por diecisiete años, “era sacarse un moño y ponerse otro”. 
Casamiento 
Stella y César se casaron en el ‘75. Se conocieron en la casa del hermano, doce años mayor que el Colo, que tenía una hija, Liliana, muy amiga de Stella. 
El primer encuentro no fue muy amoroso, todo lo contrario. “Me quería hacer el galán y cuando llegó ella, le ofrecí la silla para que se siente en la ronda del mate”. La mujer lo consideró una pedantería y le respondió: “No gracias, así parada estoy bien”. 
Stella era muy jovencita y sus dieciséis años enamoraron a César casi de inmediato. “Quise ser cortés, pero Stella no lo tomó así y me cortó la dulzura enseguida, pero yo confiaba en mí”. 
La insistencia del caballero tocó el corazón de la dama que poco a poco depuso su hostilidad inicial por actitudes más amistosas. “Yo la noté nerviosa desde el primer día que me vio, intuía que le interesaba y nos seguíamos viendo en la casa de mi hermano. Uno intuye en las miradas, aunque se hacía la que no quería, por eso fui observador y cauto”. 
Los encuentros siguieron porque Stella y Liliana eran amigas y se encontraban en la casa de los padres de ésta, también el Colo recalaba en lo de su hermano, y a partir de ese momento más que nunca. “Después ocurrió, nos gustamos primero, después nos enamoramos, y ahí comenzó”.
Anduvieron dos años y medio “en la calle” porque Stella no tenía permiso para andar de novio. Un día, el Colo acompañaba a Stella a su casa y apareció Franco, su papá, en bicicleta atrás de ellos. “¿Y este gaucho?” Le preguntó a su hija. 
A partir de ese episodio, la familia de Stella le retiró la palabra porque no había contado que se veía con el Colo. Cuando cumplió los dieciocho años se animó a confesar su amor y noviazgo. “Ahí comenzó a entrar a casa solo el domingo”. 
El Colo tuvo que ir a hablar con la mamá de Stella, “Ahora te haces de novio sentado desde el sillón, hablas con tu suegro por teléfono o ni siquiera le hablás”.
La mamá de Stella tenía carácter fuerte pero ese día “me habló con el corazón en la mano, Stella era su hija mayor”.
“Mi mamá sentía una responsabilidad extra porque era hija suya y no del papá que me crió, antes esas cosas se tenían en cuenta”. 
Después de que César puso la cara, formalizaron y empezaron las visitas afuera de la casa.
Stella era niñera, antes de terminar la escuela, después trabajó con la familia de María Elena Aquerreta que conoció en la Escuela de los Ranchos a la que asistió como alumna. En esa institución descubrió su vocación artística. “Las maestras Fernández, eran mellizas, me pedían que hiciera las carteleras con tiza y fue cuando me di cuenta que me gustaba pintar y dibujar”.
El matrimonio tuvo cuatro hijos: Alberto, Anahí, Soledad y Matías y seis nietos: Florencia y Joaquín y Guadalupe; Dante, Fausto y Milo y dos bisnietos, Sabina y Julián. 
El arte 
Stella, alentada por su esposo, comenzó a estudiar arte. Cuando sus hijos eran grandes tuvo la oportunidad de rendir diez exámenes en una Escuela de Arte que otorgaba títulos a aquellas personas que no lo tenían. “Me anoté y de las cien carpetas presentadas quedaron la mitad, entre ellas la mía”. 
Así que empezó a viajar a tomar clases a Buenos Aires, cursó historia del arte, acuarela, óleos, todos los sábados, una vez al mes de 8 de la mañana hasta las 20. Rindió todos los exámenes bien y se recibió de profesora de arte. 

Actualmente tiene su atelier en la Casa de Campo y además sigue dictando clases de pintura en el lugar.
Stella aprendió a andar a caballo cuando era chica hasta que “se hizo señorita” porque en esa época no la dejaron montar más. 
Fue a los sesenta años y por la insistencia del Colo que volvió a montar y esa experiencia inspiró gran parte de su obra.
La naturaleza viva aloja a las calandrias, los colibríes, las abejas. Los cactus y rayitos de sol regalan los colores que Stella pinta en sus lienzos, los caballos pastorean y el sulky espera pasear para alegría de niños y grandes. 
El aroma a tortas fritas, pan casero, dulces y empanadas transporta. El Colo se acomoda la boina y su esposa apoya el pincel sobre su falda.
La vida es bella. 
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La Agrupación
“Entre tantos sueños y amor a la tradición, tuve años de dedicarme a mi oficio que me sacó adelante en todos los problemas que tuve que afrontar”. Pero las babas se le caían por las jineteadas, en los desfiles, aunque no tenía caballos, ni ropa campera, ni formaba parte de ninguna agrupación. 

Los caballos y el sulky. Una vez que pudo, Hernández comenzó a participar en eventos tradicionalistas; así formó la “Agrupación El Zorro”

Las ganas de desfilar estaban intactas y la compra de Ruka Mapu, que en ese momento era solo terreno y pasto, lo alentó más todavía. “Se me empezaron a dar las cosas, lo primero que compré fue un caballo porque ahora tenía el lugar”. 
La cabalgata inicial la organizó con Oscar Galván en el 2006, de la que participaron menos de veinte personas que hicieron un recorrido que finalizaba en Ruka Mapu. El paso siguiente fue formar parte de un desfile, para eso se compró un caballito pintón, para lucirse. Lo hizo en la Agrupación Danza y Espuelas. 
Con sus amigos pensaron que tenían que formar una Agrupación propia y empezaron a pensar el nombre. “Nos juntamos un montón de loquitos y lo armamos”. 

La leyenda cuenta que fue Stella la que tuvo la idea de poner “Agrupación El Zorro” que apadrina don Omar Passarotti. La idea que nació en la casa de campo comenzó a tomar forma. 
Cada encuentro tiene su mesa musical, su cabalgata con asado, el folclore, los caballos y la tradición se ensamblan como lo imaginaron.
La “Agrupación El Zorro” realiza una cabalgata anual, en la última hubo 86 jinetes más los carruajes. 
Después de la cabalgata comparten un almuerzo, en el que las empanadas de Stella hacen gala y a la tarde, disfrutan de la peña folclórica y entretenimientos caperos, juegos criollos como las pruebas de riendas, prueba de tambores, carrera de sortija y carrera de sulky con obstáculos.

     


Ruka Mapu
“Siempre se pensó el lugar para recibir gente, por eso la cocina es grande para poder juntarnos con la familia o con los amigos”. Cuando todavía estaba en obra se juntaron con 70 amigos para hacer guitarreada en la ilusión de Casa de Campo por nacer. 

“Siempre se pensó el lugar para recibir gente, por eso la cocina es grande para poder juntarnos con la familia o con los amigos”. Cuando todavía estaba en obra se juntaron con 70 amigos para hacer guitarreada en la ilusión de Casa de Campo por nacer. Ruka

Ruka Mapu y la “Agrupación El Zorro” forman parte de Turismo Rural del grupo “Dejando Huellas”, que trabaja en red con otros con el fin de brindar un servicio al turista y a los tresarroyenses para que conozcan el lugar y sus tradiciones. 
Reciben gente de todos lados del país, incluso extranjeros. Ofrece paseos a caballos, en carruajes, comidas típicas, costumbres criollas y alojamiento. 
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