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Tres Arroyos, DOMINGO 12.05.2024
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Federico y la máquina de rallar

La obsolescencia programada es la vida útil que le da una fábrica o empresa a un producto. La mayoría de los productos están “programados para morir”. Es la manera de asegurar el consumo. En épocas lejanas la pequeña radio portátil, por citar un ejemplo, se mantenía por años. Conozco algún veterano que aún hoy se ufana de acercar su venerable Spica a la oreja sin padecer los límites de utilidad de la generación millennials. 

Ignoro si mis padres me han legado una genética que prolongue el tiempo de mi vida útil, lo que equivale a pensar en cuando llegará el hito de mi propia obsolescencia. 
Lo cierto es que por ahora, con los traspiés y torpezas inherentes a mis años, aún marcho aceptablemente entre las “delicias” de la madurez. Entre mis funciones operativas las hay ventajosas a mi entorno. Una de ellas mi práctica culinaria. 
Atenta a facilitar esta destreza, conveniente y placentera también a mi hija menor, para el cumpleaños número sesenta me obsequió una ralladora eléctrica. 
Por dos años fue esta una fiel compañera, muy trabajadora. Juntas rallamos y rallamos. Verduras para ensaladas, quesos para humeantes platos de pastas caseras que degustamos dominicalmente en familia y también manzanas para algún postre que endulzó noche de “cenadoras” amigas. 
 Un día por esto de la programación de fábrica, el ejecillo que soporta el cono rallador de mi preciada maquinilla, dijo basta. La pequeña abrazadera y el adminiculo que sostenía aterrizaron, en caída libre, en el cerámico de la cocina. En cuatro patas, haciendo gala de mucha audacia, con las gafas de leer y la luz de mi celular comencé una búsqueda infructuosa. Gracias a Dios no fue necesaria la pluma o montaje de una grúa para incorporarme de esa postura tan impropia y ya en pie con un barrido prolijo encontré el objeto perdido de mi desvelo.
 En medio de los cabildeos acerca de cómo resolver tal rotura es que descubrí un anuncio en el nunca bien ponderado sitio de ventas “on line” de Argentina. La página en cuestión hablaba de la impresión 3D, que resolvía creando multiplicidad de cosas.
Me comuniqué vía internet como hacemos todo hoy y me respondieron que debía enviar el averiado eje. El universo de marcas y maquinas es muy vasto asique no tenían repuestos de la muy ingrata que me había dejado sin preavisos. 
Me remitió con entusiasmo un muchacho, de nombre Federico, sus diseños. Chino básico para mí entender. No obstante su vehemencia aventuraba un buen final. Amable, proactivo, sugirió que le enviara también la carcasa para hacer un trabajo mejor y más preciso. Pasado un lapso prudencial de tiempo llega por fin a casa el ansiado paquete. Una carcasa nuevecita, con un eje que sostiene perfecta y exactamente el cono rallador. Y como si esto fuera poco me agradece mi predisposición y confianza y obsequia todo el trabajo. No acepta ni siquiera que abone el costo del material de la impresión. Argumenta que este encargo le posibilita contar con un repuesto más para su producción y ventas. 
Federico resolvió y venció el límite de la obsolescencia programada. Me regresó en buen estado mi ayudante, para seguir congregando mis afectos alrededor de la mesa. Tal como estamos acostumbrados, porque juntarse es prolegómeno de orgía manducatoria. Y si la comida es casera mejor. 
Federico es ingeniero químico, se recibió poco antes de la pandemia y como es sabido, en ella, se cerraron las ofertas laborales. No por esto se abatió. Con sus 26 años, sus ganas de trabajar, su inteligencia y su inventiva, se formó en la impresión en 3D. Federico existe, es real, vive en Bahía Blanca. Repara y resuelve lo que se rompe para desalentar el consumismo. Promueve no desechar todo el resto de maquinaria que aún funciona. 
 Me pregunto si este joven ingeniero y por añadidura emprendedor, consideró en algún momento irse del país. O por su empuje y voluntad es de los que saben que con esfuerzo y templanza se alcanzan los objetivos. 
 Ha desarrollado un emprendimiento, que a mi modesto entender, no tiene techo. Y como si esto fuera poco, yo gozo de mi ralladora para los almuerzos de domingo. Tan multitudinarios a veces que las ollas resultan chicas. Como decía una benemérita española, “Si son pocos comen mucho y si son muchos comen poco”. 
Federico, nombre de origen germánico, derivado de “Friedrich” que significa “el que gobierna para la paz” o “el príncipe de la paz” ha satisfecho mi necesidad de reparar y rescatar. Para quienes somos de la generación del sesenta esto resulta más que valioso, es casi inherente a nuestra esencia y filosofía.   

Elina Amado

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