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Tres Arroyos, SÁBADO 11.05.2024
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Para curarte mejor

Por Valentina Pereyra


Aarón juega con un autito mientras termino de releer los apuntes de la última materia que rindo en unos días. Está inquieto, le gusta tener toda la atención para él, pero quiero recibirme de enfermera a fin de año, así que me organizo lo mejor que puedo. 
Al apoyar el cuaderno sobre la mesa me doy cuenta de que me falta la carpeta, la voy a buscar a la biblioteca y, cuando la saco, se cae el álbum que la abuela me regaló hace muchísimos años. 
En las primeras páginas pegó las fotos de la quinta que tenía mi familia en La Madrid donde nací, puso una dedicatoria muy amorosa, y pegó fotos de mi niñez. Me distraigo hojeando cada recuerdo. 
En la portada la abuela escribió grande “María Florencia Pereyra”, y pegó mi foto. Eso fue hace bastante, ya tengo 28 años y hace 15 que vivo en Tres Arroyos. Miro a mi hijo y pienso en su infancia y en la mía. No es que nos faltaran cosas, sino que hubo ¡tantos momentos de crisis!… 
En las fotos mis hermanas y yo -somos cuatro mujeres- nos vemos limpitas, peinaditas, impecables. Hubo necesidades, pero mis padres no dejaron de trabajar y nosotras de ayudar. 
Me costó adaptarme a Tres Arroyos, venía de una vida muy diferente, incluso distinta a la de mis compañeros de la Escuela N° 1 en La Madrid. No me olvido nunca el día que fui a clase con las medias que mi mamá me había hecho con la manga de un pulóver viejo. Fuimos a educación física y ahí las vieron, todos se rieron mucho, no teníamos la misma realidad. 
Mientras Aarón me pide una galletita rica, doy vuelta la hoja y veo el retrato de papá con nosotras arriba del sulky que nos transportaba, también tuvimos un carro verde porque el auto apareció muchos años después. Cierro los ojos, inhalo, exhalo. 
De chica trabajamos con mis padres las siete hectáreas de la quinta, un tambo de no más de diez vacas para ordeñe, terneros, gallinas, todo por parcelas, prolijo, ordenado, también teníamos la quinta. 

El enorme potrero que rodeaba la casa se convertía en una plaza en la que Florencia jugaba con sus hermanas, sus vecinos y con sus animales

La casa era grande, de esas de antes, alargada, bajita, ventanas chicas, y tenía una sola pieza en la que dormíamos los seis, por eso cuando mis padres querían descansar nos pedían que saliéramos a jugar al patio. 
Un día de mucho calor se nos ocurrió adelantar el riego para disfrutar de la pileta a la que nos invitaban las vecinas. Cerca de las tres de la tarde -mientras nuestros padres dormían la siesta- enfilamos para las hileras de zapallitos, 200 metros de sembrado. A pleno sol agarramos entre dos el balde de 20 litros agujereado y uno a uno fuimos dejando chorros de agua bien encima de cada planta. Cuando mi madre se levantó estaba todo achicharrado, ¡Casi nos mata! 
La foto que sigue nos muestra jugando a la pelota y en segundo plano, debajo de un árbol, las bicicletas con las que íbamos a la escuela, que quedaba a 12 cuadras, y a vender el producto de la quinta. Todo en La Madrid estaba cerca, me costaron las distancias de Tres Arroyos. 
El enorme potrero que rodeaba la casa se convertía en una plaza en la que hacíamos murga o en un barrio en el que cada una tenía su “casita” y así jugábamos a “la vecina”, a correr a los terneros y a disfrutar entre las plantas. 
Mis abuelos maternos vivían en Martineta, ahí llegábamos en tren a vender leche y puchero, en realidad, a todos lados íbamos en el tren que va de Buenos Aires a Bahía Blanca, a visitar a los otros abuelos a Suárez también. 

Uno de los terneros que Florencia crió durante su infancia

Nos vinimos a Tres Arroyos por trabajo, mis viejos la lucharon muchísimo para salir adelante, pero siempre estábamos estancados, lo que más siento es la casa que nunca pudimos terminar.
Aarón sacó todos los chiches y los desparramó en la cocina. ¡Cómo se hubiera divertido con los charitos que había en la quinta o con los fox terriers que criaba mi papá! 
Le reprochamos mucho a mis padres que nos hubieran sacado de La Madrid, aunque de grandes los entendimos, fue la única manera de progresar. Mi papá es muy radical y el gobierno de mi ciudad muy peronista, él siempre siguió con sus ideas y no le chupaba las medias a nadie, nunca quiso hacer cosas para el peronismo, por lo que estuvo 16 años con categoría tres en el Municipio, cobraba como barrendero a pesar de manejar máquinas viales y otras tareas de responsabilidad. 
En la quinta la que más trabajaba era mi mamá, en el ordeñe, reparto de leche, nosotras la ayudábamos con los yuyos, el riego, juntar los huevos y salir a vender. Una vez sacó un crédito y compró cuatro vacas, una se murió, otra no podía tener terneros, todas tuvieron problemas, casi nos embargan la quinta, teníamos que pagar y no había para producir. La única vaca que quedó se cayó y, para salvarla, mi mamá se levantaba a la madrugada en pleno invierno a taparla y darle agua con azúcar. 
Otro suspiro que se confunde con el reclamo de mi hijito: “¡Mamá, quiero comer, tengo hambre! ¡Mami, mami!”, me tironea de la remara y me saca por un rato de mi infancia. “¡Mami!, ¿cuándo nos vamos a comprar algo?”, repite y sale cantando: “¡Mami me va a dar algo, aunque sea va a comprar un heladito!”. 

Florencia, sus tres hermanas y su papá en el sulky que los transportaba a todos lados

Lo subo a upa para mostrarle la foto de una vaquita marrón y otras pastoreando atrás y le cuento que un día se escaparon así que su abuela tuvo que salir a buscarlas por los campos, las logró agarrar con la ayuda de un vecino y su señora. Guillermo Prinzen y Analía vivían en La Madrid en “Las Lomitas”, pero eran de Tres Arroyos. Ese mismo día sellaron una amistad que fue la que nos trajo hasta acá. 
Trabajaron juntos hasta que los Prinzen se volvieron a su ciudad. Fue cuando mi papá decidió vender la quinta para instalarse en Claromecó. Yo tenía 14 años y no creía que él fuera a hacer eso, pero en octubre de 2005 se vino y empezó a trabajar en distintos campos, tuvo muchas oportunidades, mis viejos se fueron ganando por sus valores la confianza de la gente.
El día llegó, el 16 de diciembre de 2005 dejamos La Madrid y la quinta se vendió en marzo de 2006, con eso mis padres compraron la casa que tienen en Villa Italia. 
Ni bien vine fui a la Escuela 16 donde Guillermo llevaba a sus hijos porque hasta la venta de la quinta vivimos con ellos. 
Miro el reloj y me doy cuenta que faltan dos horas para empezar a cocinar y todavía no leí una línea de la materia que rindo. No puedo sacar la atención del álbum que nunca terminé de completar. Voy de atrás hacia adelante y los vacíos los lleno con pensamientos y recuerdos. 
Tuve que dejar a mis amigas de La Madrid y adaptarme a muchas cosas, la escuela me costó muchísimo porque venía de un nivel muy bajo. Intenté el secundario en la Escuela Media 1, pero en seguida me puse a trabajar. No me cuestioné mucho la idea de no seguir estudiando hasta que un patrón me dijo: “No podés ganar más que una secretaria”, entonces supe que tenía que terminar la secundaria y seguir. 
Estuve adaptándome continuamente, también a otros valores, yo era confianzuda, no sentía que había maldad y eso me costó. Me había criado viendo a mi viejo carnear, lo vi salir a mulear a nutrear para vender los cueros o cazar en los canales y quedarse mojado por un día y medio para conseguir un mango. ¡Es otra vida! Pasé los inviernos comiendo chorizo seco, una leche y ¡a dormir! 
Abro los cajones de mi cómoda y busco alguna foto en la que esté Maxi, mi marido, con nuestro hijito, así la pego junto a las mías. Encuentro una que nos sacamos el día que nos conocimos en una cena. Fue en la casa de su primo que era mi compañero de escuela, yo tenía 16 años y él 18. Sin embrago esa vez sólo nos vimos, fue recién diez años después que volvimos a encontrarnos, como el hilo rojo y, ya hace cinco años que estanos juntos. 
Hace un tiempo Maxi -mi esposo- se enfermó, no algo grave, pero complicado. Fui su cuidadora y así descubrí que quería ser enfermera. Es una carrera muy humana, pude entender la importancia que tienen atender con calidad a un paciente. 
Entre los apuntes que afloran mezclados entre las hojas del cuaderno veo el logo de Cresta y pienso en la enorme oportunidad que nos dan de estudiar gratis y la calidad de los profesores que tenemos, que no se guardan ningún conocimiento. Giro la mirada de los textos de estudio, a las fotos que mi abuela pegó en el álbum, miro a mi hijo y veo a mis hermanas, la quinta, los charitos, el ternero, el asado a la orilla de una laguna, la pobreza digna, laburada, los valores que aprendí. Estoy segura que todo eso me va a servir para la carrera. ¡Al final es cierto que muchas cosas no se aprenden en los libros!
Siempre hay crisis de las que se puede salir a través del trabajo y el compromiso, no importa lo pobre que seas o lo que te falte. Lo más importante es apoyarte en la familia o en quiénes te rodean y no centrarse en lo malo, sino considerarlo como algo que está allí para crecer. 
Doy vuelta la última hoja, dejo el álbum y me siento a repasar, todavía queda mucho por aprender. 
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Perfil
María Florencia Pereyra tiene 28 años, está en pareja con Maximiliano Menna con el que tienen a Aarón. Estudia la carrera de enfermería en Cresta y es pasante en el Hospital Pirovano. 
Cursó sus estudios en la Escuela N°1 de La Madrid, en la Escuela N°16 de Tres Arroyos y en la Secundaria Media N° 1. Sabe hacer quinta, cuidar animales y realizar tareas de campo que aprendió de chica.
Su esposo y su padre -Miguel Angel Pereyra- trabajan en el Parque Industrial y su madre -Fernanda Cornejo- se recibió con un diez de pedicura y también es cosmetóloga. 
Florencia reparte su tiempo entre el cuidado de su hijo, la casa, el estudio y su trabajo en el hospital. 
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