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Tres Arroyos, SÁBADO 18.05.2024
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Ni trabajando pueden salir de la casilla

Es martes. El día está espantoso porque llueve desde hace horas y el panorama que devuelve la realidad es casi aterrador. Barro, charcos, basura; es difícil llegar hasta la reja de ingreso a la casa. Julio, el padre de la familia que tiene su casilla en el corazón del barrio cercano a la cancha de Olimpo, espera allí y detrás de él la curiosidad de los pequeños que asoman su nariz queriendo saber quién los visita.

Pablo está en brazos de su mamá, Jacqueline, que invita a este diario a pasar a la casilla mientras dice que «no se llueve adentro porque Julio le puso unas lonas y reforzó un poco el techo»; sin embargo, los agujeros de las chapas donde otrora hubo algún clavo dejan ver la luz del día y pasar el frío.

Hay poca luz, un foco al ingreso y otro en lo que sería la pieza. Un asiento bajito, como de alguna camioneta, sirve de grada para que los tres niños mayores, Brisa, Jonathan y Benjamín se ubiquen a mirar lo que pasa, a escuchar atentamente el relato de su padre.

La familia vive en el lugar hace tres años, armó la casilla mientras los dos hijos mayores esperaban tener un lugar donde vivir y Jacqueline estaba embarazada del pequeño que hoy tiene dos años.

Julio hace changas, hace un poco de todo, «donde agarre voy. Antes trabajaba en el campo, no era vida ni para mí ni para ella -señala a Brisa- que se me crió y yo estaba en el campo y si me veía era un rato, hasta algunas veces ni siquiera me llegaba a ver porque cuando iba a casa, ella dormía y cuando me volvía al campo, no se había levantado, sólo podía estar en casa los sábados y al otro día me tenía que volver a ir». Ante esta situación y su necesidad de permanecer cerca de sus hijos y acompañando a su familia decidió trabajar en Tres Arroyos.

Jacqueline atiende a los niños en su casa, «la nena va a la escuela y el nene va al jardín, los días que está lindo van siempre y si llueve trato de llevarlos, pero en general no podemos salir».

 

Sin baño

La casilla no tiene baño, hay una lata que Julio pone cerca de las camas y del tambor que quema leña para calentar el lugar, «él hizo un pozo afuera, hacemos en la lata y después la tira al pozo «, cuenta la mujer y Julio afirma que se hace cargo de esa tarea. El joven, de 24 años, no tiene mucho trabajo cuando llueve, andar afuera tratando de conseguir leña hizo que se le mojara lo que lleva puesto, por eso le dicen a este diario que «necesitamos ropa para ellos -señala a los niños y a su esposo- y cobijas que las compartimos», detalla la mujer, de 22 años.

La leña que necesitan para mantener el tambor que calefacciona la casa la sale a buscar Julio, pero cuando no les anda el auto (un Citroën bastante deteriorado) no la puede conseguir.

 

En Desarrollo Social

La familia explica que muchas veces han ido a pedir ayuda a Desarrollo Social: «He pedido que nos den algo de material, para levantar alguna pared, acá se pone muy frío, pero nos dicen que no, porque el terreno en el que estamos no es nuestro, ellos dicen que usurpamos terrenos, pero son todos fiscales los terrenos. En el barrio está todo usurpado e igualmente les traen ladrillos a otras familias. A veces pienso que el que tiene casa es más que uno. Acá estaba todo abandonado -en referencia al terreno en el que se erige la casilla- había un yuyal altísimo, lo limpié y lo dejé listo para construir y eso hice. Estaba desesperado, nos habían largado a la calle, la policía nos tiró todas las pertenencias al medio de la calle cuando vinieron a sacarnos de una casa de acá enfrente en la que vivíamos hace unos años. Apareció una mujer diciendo que era de ella, se la dieron y a los pocos meses la vendió», refleja Julio los vaivenes por los que pasó con su esposa e hijos y la decisión de construir la casilla donde se encuentra actualmente.

 

Precariedad

Los cables cuelgan del techo improvisado de la casilla, unos broches los sostienen y sólo dos focos alumbran los ambientes. Es de día, pero la tormenta hace que esté muy oscuro, por esa razón la luz que Julio y Jacqueline comparten con la vecina está encendida. «En el barrio prácticamente nadie tiene, están los pilares para la jabalina, pero nadie tiene», dicen describiendo una situación sin dudas peligrosa.

Una de las paredes está levantada con cartones. En la habitación, camas están juntas, la grande y la de los pequeños, tapadas por frazadas antiguas, agujereadas, y frente a ellas, el tambor encendido que calienta muy poco el ambiente.

Los chicos corren de un lado al otro, juegan, se ríen y de vez en cuando se sientan a mirar a las visitas. «Cuando hay mucho viento o hace mucho frío te bandea, si no tenés el tambor bien prendido te morís de frío», indican.

Ante la pregunta de este diario acerca de lo que gana y si eso le alcanza para vivir, Julio dice que «lo que changueo me alcanza para comer, por eso no puedo comprar leña que está a 200 pesos los 100 kilos o por ahí la conseguís un poco más barata en algún lado, pero no puedo comprarla porque si lo hago, no comemos». Jacqueline acota que tiene la asignación universal de sus tres hijos mayores y no tiene del pequeño, porque el trámite no está terminado. La familia requirió ayuda a Desarrollo Social también por eso pero dicen que «no podemos ir a cada rato a acción social, mi marido trabaja y yo, cuando quiero hablar con la asistente social o con Aramberri, no me atienden».

En el medio de la pieza y el lugar que hace las veces de cocina comedor, hay una silla con una bañadera arriba llena de ropa, Jacqueline la señala y explica que «la ropa la lavo afuera, ahora está todo en esa bañadera porque no puedo salir a lavar». La necesidad en primera persona.

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