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Tres Arroyos, DOMINGO 28.04.2024
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La fuerza del destino

A Julieta, por su ayuda. 

La Forza del Destino, ópera de cuatro actos de Verdi. Mis cavilaciones sobre el destino comenzaron allá por 1971. En esa época -por razones laborales- mi padre tenía casa en Panamá. Pasaba yo unos meses con él y, necesariamente, frecuentaba la colectividad argentina. 

Cierta noche, en una reunión informal, el tema de conversación giraba sobre adivinos y pitonisas. Todos tenían alguna prima, tía o amigo que generaba la correspondiente anécdota. A éste le pronosticaron problemas de salud y a los dos días fue operado. Otra fue advertida de un tropiezo en su vida y al día siguiente se recalcó un tobillo. Así discurría la noche; en el trópico las noches son maravillosas. 
Pese a ser bastante joven aún, el tema se me antojaba harto ramplón. No despertaba mi interés. De modo que allí estaba, haciendo girar los cubos de hielo en mi vaso de Johnny Walker, y aspirando el bouquet de la espirituosa bebida. En Panamá el vino era poco y muy caro, pero nos consolábamos con los mejores whiskies escoceses: Old Smuggler escocés, Chivas y algunos que aquí no se conocen, como el President, con un magnífico botellón y al precio de un Chivas. Y las cervezas eran absolutamente potables. Nos arreglábamos. De modo que observaba yo el giro de los cubitos, aspiraba el bouquet y escuchaba en atención flotante. Pero alguna vez, alguien que criticaba el consejo de un sacerdote hizo notar que no hay forma de evitar los malos pensamientos. (Que junto con las cosas del sexo son obsesión de los confesores). Ergo, en lugar de dejar en paz a aquellas almas de Dios, solté la preguntita que acababa de cruzárseme. 

El escritor Isidoro Blaisten (1933-2004)

Si el adivino realmente veía el futuro, y nos decía claramente qué iba a sucedernos, entonces… ¿Qué ventaja tenía todo aquello? Sucedería, con aviso o sin aviso. Quizá los traté de tontos, pero varios improvisaron explicaciones. Argumentos que allí se reputarían de «agüevazones» y aquí «pelotudeces». 
De hecho, nos juntábamos para beber y hablar pavadas. Y no era fácil contestar esa pregunta, que arruinaba dos horas de relatos y testimonios. Y se bebían dos o tres botellas de Johnny Walker y eso era todo. ¿Por qué quedan en mi memoria hechos intrascendentes del año 1971? No lo sé. Un relato del magnífico escritor santafesino Isidoro Blaisten reflotó aquello. 
El Gran Rabino va por las calles de la ciudad. Atribulado por la maldad que se enseñorea en el mundo, va sumido en amargas cavilaciones, sin prestar atención al rumbo de sus pasos. Y lo detiene un policía: «Eh, tú… ¿adónde vas?». 
El Gran Rabino le mira a los ojos y le dice la verdad: «No lo sé». El policía golpea con su garrote en la palma de su otra mano e insiste: «Vamos, no te hagas el vivo conmigo… ¿adónde vas?». Y el Gran Rabino: «De verdad no lo sé». 
Entonces el policía le da un ultimátum: «O me dices dónde vas o te mando al calabozo». El Gran Rabino se niega a mentir, y va a dar con sus huesos al calabozo. Tras dos o tres horas allí llega el jefe de policía: «Gran Rabino, que ignominia, tú aquí… ya mismo sales… ven a mi despacho». 
Allí el jefe de policía sigue disculpándose, pero finalmente le pregunta: «¿Tanto te costaba decirle al agente dónde ibas?». Y el Gran Rabino le responde: «¿Y cómo iba a saber yo que venía a esta comisaría?». 

Juan Francisco Risso

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