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Por Enrique Mendiberri
La historia de las zapatillas robadas a Thomas Wilson en Claromecó tuvo un final soñado, pero además, regaló una cantidad impensada de esperanza, sobre todo, cuando miramos a los jóvenes de hoy.
Ejes de críticas y sostén de presiones, muchas veces impulsadas por la ansiedad de los padres, que queremos verlos haciendo pie en una sociedad cada vez más exigente y depredadora, hoy nos sorprende gratamente ver a un adolescente enfrentando una responsabilidad de adultos, como la que aceptó Thomas al trabajar en el negocio de su madre para comprarse las zapas que más le gustaban.
Ni hablemos del conmovedor relato del nene y su impacto en las redes sociales, cuya consecuencia fue no menos emocionante, luego que una figura deportiva y tresarroyense, como Maxi Fjellerup, se encargó de ajusticiar ese destino ingrato al que había sido trasladado el chico después del hurto de sus anheladas zapas. Premio a la empatía y generosidad para el ídolo basquetbolístico.
Habernos regalado esa cuota esperanza es lo que le agradecemos a Thomas.
Porque nos permitió ver cómo, a pesar de sus doce años, no bajó los brazos a la hora de buscar una alternativa a su deseo y fue a través del trabajo.
Porque nunca se victimizó y, tal como su propia madre, Macarena Hiriart, mencionó en su posteo de Instagram, jamás pasó por su mente compartir un CBU ya que, a sabiendas del espíritu solidario de los argentinos, “se hubiese acumulado plata para muchos pares de zapatillas” y ella sólo quería que su hijo recupere las que “con tanto esfuerzo se compró”.
Un gesto que sirve para entender la buena educación que llevó a Thomas a sacrificar tardes de playa y amigos atrás de un objetivo que logró de la mejor manera, la que llena de orgullo a sus padres y nos emociona como público y parte de un país que se resiste a caer en las redes del facilismo en pos de un futuro mejor.
